Lee y Vota Concurso Relatos 1 al 60

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Nº 1 Paris La Nuit
Hoy era su 35 cumpleaños y al apagar las velas en el restaurante y pedir su deseo sintió un gran vacío por dentro. Tenía todo lo que se podía desear, su profesión le había ocupado su vida y se lo había dado todo pero, ¿por que se sentía de aquella manera? ¿Qué le podía pedir a la vida que todavía ésta no le hubiese concedido? Cerró los ojos, sopló las velas y exclamó:- un viaje, deseo un viaje sin concesiones-. Buscaba un viaje distinto, sin compañía, un viaje que le sirviera para evadirse de todos y de todo.

Esa misma tarde entró en la agencia y mientras ojeaba viajes a la India y a Cuba, ineludiblemente su atención se desvió hacia un grupo de chicos y chicas gays que intentaban cerrar un viaje para pasar el día del orgullo en New York o París.Y se dijo:
-París no es un mal destino-. En su época estudiantil se corrió varias juergas inolvidables, sus primeras borracheras y hasta sus más bohemias locuras sexuales, llevaban escritas en su piel aquella ciudad y quien sabe si lo que su vida necesitaba ese verano era volver en cierta manera a aquella juventud despreocupada de fiestas interminables.

El TGV partió de Hendaia dos días después, y tras 5 horas de viaje y otra más de taxi, entró en el hotel y a pesar del cansancio, no pudo evitar fijarse en la preciosa recepcionista que le estaba esperando con la mejor de sus sonrisas. Sophie era una linda y cálida parisina de voz dulce, tez morena y ojos cautivadores.

Después del papeleo oportuno, Sophie le preguntó si conocía la ciudad, a lo que respondió que su cuerpo años atrás la había conocido y que ahora no sabía muy bien que hacia allí ni que quería, pero que no estaría de mas buscar un poco de ambiente. La sonrisa picara de la recepcionista le hizo caer al momento, y tras ruborizarse sobre manera, le intentó explicar que no se refería a ese “ambiente”, pero entre tartamudeos y nervios, no consiguió dar con ninguna excusa convincente.

Sophie terminaba ya su turno y quiso mostrarle lo mejor de la cuidad; no se lo pensó dos veces. Salieron del hotel y se fueron en moto a recorrer algunos de los lugares más románticos de Paris, La Opera Garnier, los Campos Eliseos, Montmartre, la Tour Eiffel…. Por primera vez en mucho tiempo se sentía libre, junto a una desconocida que le estaba enseñando Paris y con la que no tenía que fingir, simplemente se dejaba llevar. Se adentraron en callejuelas estrechas en las que personajes peculiares habitaban en bares desconocidos, hasta que llegaron al cruce de Le Marais donde les detuvo una gran manifestación de color. Gente despreocupada que se besaba, que se reía, que lanzaba plumas al aire.- ¿No querías ambiente? es que hoy es el día del orgullo-Le dijo Sophie.-Demasiadas sensaciones para mi, necesito que nos tomemos algo- le respondió.

Y así acabaron en un bar de copas típicamente parisino, con mesitas para dos y sillas de forja, con velas encendidas y acogedores cuadros que evocaban al mejor Paris de todos los tiempos. Un lugar donde el olor a perfume y tabaco resultaba de lo más embriagador. Un lugar en el que comenzaron a saber de sus vidas, en el que las miradas robadas, sin saberlo, eran preludio de algo que resultaría mas adelante irrefrenable.
Y mientras la gente que había a su alrededor desaparecía, aquel bar se convirtió en testigo mudo de nuevas experiencias, locas, poderosas, seductoras, libres….

No hizo falta decir nada, el alcohol tiene esa capacidad de hacernos olvidar nuestro lado más tímido, y además el ambiente que en aquel sitio se respiraba era de lo más adecuado. Que terminaran besándose era cuestión de segundos. Sophie dio el primer paso, acercó su mano a su cara y con un suave movimiento le obsequió con el beso más dulce que jamás nadie le había dado….Clara, tras un largo silencio, le dio las gracias y le dijo:
-Necesitaba unas vacaciones para encontrar algo positivo en mi vida, algo que le diera sentido, y por supuesto que lo he encontrado, he encontrado lo más valioso, me he encontrado a mi misma-.

Nº 2 La ensalada triste

Érase una vez una ensalada que estaba triste, porque era fea. Sus hojas, aunque verdes y tersas, no tenían la belleza y el brillo necesarios para atraer las miradas de los comensales. Sus diversos componentes, sencillos y elementales, no la hacían atractiva, no conseguían despertar con sus colores el deseo de consumirlos. Algo le faltaba…

Una noche, en sueños, vio llegar un carruaje cargado con aceites, vinagres y sales de todo tipo. Estos condimentos descendieron majestuosamente del carruaje y se emparejaron. Comenzaron a bailar al son de una dulce música que los envolvía amorosamente y, girando y girando, el baile se tornó veloz torbellino que, con con su ritmo impetuoso, acabó por emulsionar a los condimentos en un frenético abrazo que dio como resultado una crema aterciopelada, dulce y refrescante, capaz de avivar los deseos de cualquier comensal sensible y de imprimir belleza a la ensalada más vulgar.

Despertó sobresaltada y turbada, intuyendo haber hallado la solución a su fealdad y falta de gracia. Reclamó ser rociada con aquella preciada mezcla que había visionado en sueños y al punto comprobó que todos sus componentes se hacían bellos y atractivos, perfumados con los aromas de la sabia combinación que, una vez concluido el baile, penetraría hasta el más recóndito de sus rincones, proporcionándole un nuevo y sugerente aspecto.

Una vez en la mesa, no lo podía creer. Los comensales se la disputaban y la degustaban con fruición, su aroma se extendía e invitaba al festín. Era bella, y todo gracias a aquel baile que contempló en sueños.

Nº 3 Razones , emociones y sentimientos .

Hoy he vuelto al bar.

Los médicos de la razón me dicen que descanse y me insisten que es malo ir al bar, pero me emociona llegar, me hace sentirme bien.

Hoy he vuelto al bar. Dos el barra, siete en el fondo, atención al cliente sin cariño, como siempre . El del cariño estaba intentando de nuevo el milagro de la razón , aunque no consigue emocionar . Pero a mi , al menos, me hace sentirme bien .

Me tomé el café y leí la prensa . La razón . No me emocionó , pero me sienta bien leer la prensa .

Escuché a los dos de la barra , hablé con los siete del fondo , agradecí la atención al cliente, sin cariño. No importa . Donde no hay amor pon amor y encontrarás amor . Lo llevo con tu retratito ,en mi cartera . Tuve un amor que mató el amor por sólo encontrar amor.

Acabé de leer la prensa , la razón , y llegaste .

Ni está ni se le espera , como siempre .

Yo lo ví y te pregunté . No esperaba menos .

Si . Sin embargo me mató la razón . Me sentí mal . Mi emoción me pudo .

Tienes razón , la puerta siempre está abierta .Aprendí a dejarlas abiertas cuando perdí el miedo y lo cambié por aprecio .

Si . Sin embargo me hubiese sentido bien al aprender a saber que había que cerrarla .

Me hubiese emocionado tener a alguien que un día compartió , ¿ cerramos la puerta?

Pero el yo me mi conmigo no es plural .

No debí haber ido , pero hoy he vuelto al bar .

Tienes razón , yo no me mi conmigo , nunca lo haré .

Pero al menos sé qué hacer mañana ; Tirar esta carta a la papelera sin color .

Y bautizaré con otro nombre a mi libro porque soy pobre. No tengo dinero para comprar mis ideas .

Si tu estás bien , yo estoy bien . Y Paso página . Mañana es el primer día del resto de mi vida .

Y además éste relato tampoco tiene ni razón, ni sentimiento, ni emoción , ni nivel para concursar .

Nº 4 Vivencias
La vida es bella y cruel por momentos. Ahora me resulta imprecisa y esperanzada. Todo depende de la situación. Recuerdo los hechos. Empezó la primavera del pasado año cuando ojeaba las noticias de un periódico local en la mesa de un bar de ambiente agradable. Se acercó una mujer joven y me preguntó: ¿es el ejemplar suyo o del establecimiento? Le respondí que era mío pero que si lo deseaba se lo podía dejar en unos diez minutos. Me precisó que solo lo quería para ver los números premiados de lotería, ya que tenía una corazonada. Dado que también me encontraba en igual situación, le propuse comprobar ambos al mismo tiempo la lista, diciéndole que si tenía algún premio le invitaba a comer en el restaurante. Me dirigió una profunda mirada valorando la situación. Dudó y dijo: acepto y propongo lo mismo. Ambos, puestos de pie, localizamos la hoja de las loterías. Miré el primero de los dos números que tenía y no resultó premiado, pero el segundo fue agraciado con el reintegro. Al de ella también le correspondía “dinero atrás”. Comimos juntos y empezamos a conocer algunos aspectos de nuestras vidas. Resultó agradable. Decidimos adquirir un nuevo décimo cada uno, con el mismo número y convinimos que el domingo siguiente al sorteo nos encontraríamos en el mismo bar para comprobar nuestra suerte. La suerte, pensé, era el haberla conocido. Lo demás era lo de menos. Fuimos repitiendo el mismo procedimiento hasta convertirlo en hábito. Cuando recobrábamos el dinero por el que compramos la ilusión de conseguirlo fácilmente, lo gastamos en comidas y cenas, que a veces se completaba bailando salsa, tango o lo que fuera. Resultaba enigmática y solo teníamos como referencia el encontrarnos los domingos en el bar a las 12 horas, despidiéndonos “hasta el siguiente”. No conocía en qué lugar vivía, ni su numero de móvil, ni…, ni…, pero me embrujaba ilusionándome por volver a encontrarnos. Era como la luz del camino de mi vida, aunque aún me resultase desconocida en muchos aspectos. Se mostraba educada, elegante e inteligente. En algo debía ser imperfecta, pero lo desconocía.
Me comentó que era una apasionada de la botánica y que le agradaría fuésemos a un lugar de gran interés por la variedad de plantas y en donde encontraría dos especies raras, para aplicarlas a un determinado remedio natural. Además podíamos visitar a su apreciado tío que vivía cercano a ese lugar. Sugirió llevara mi coche y en agradecimiento me invitaba a comer y a cenar, ya que partiríamos al amanecer y volveríamos ya entrada la noche, no deseando pernoctar. Propuso fuese dos sábados más tarde y acepté gustoso. Ella quedó en decirme la ruta y el destino. Iniciamos el viaje con buen día y por carretera bien asfaltada. Luego se fue nublando y me guió por carreteras de tercer orden hasta desviarnos por un camino en donde dejamos el coche para continuar a pie por senderos. Llegamos a un bosque frondoso y se orientó por algunos árboles y piedras con signos marcados en color verde. Me dijo que le esperara en un claro y que ella se adentraría algo más para localizar mejor las plantas, dada la gran estrechez del sendero y el aumento del follaje. Le ví avanzar utilizando un machete que portaba en la mochila, hasta situarse en una pequeña cueva en la que entró. Volvió pronto con una bolsa que contenía plantas y, tal vez, algo más. Estaba contenta y mostró una gran sonrisa al sentarse en el vehículo. Ahora vamos a visitar a mi tío, dijo, señalándome la dirección que debía de tomar. Llegamos en media hora a un gran caserón rodeado de una amplia extensión de terreno y me señaló en donde aparcar. Bajamos del coche y subimos una escalinata hasta situarnos debajo de una campana de bronce con una cuerda colgando. La tocamos y sonó con un tañido seco y lúgubre. Se asomó un sirviente en una ventana de la primera planta. Ella se identificó y bajaron para abrirle la doble puerta de madera noble y tallada. Me indicó fuese a su lado y así lo hice hasta encontrarnos en presencia de un hombre de edad avanzaba, cercano al cual estaban dos grandes y fuertes mastines tumbados, con los ojos abiertos y mirándonos en silencio. Fuí presentado como un buen amigo y ella le hizo entrega de dos paquetes forrados en papel de seda con lazos en cinta azul, al mismo tiempo que le decía tener las plantas que curarían su enfermedad y dolencias. Le comentó que podía prepararlas para su ingestión al tiempo de la merienda. No deseando esperar más tiempo, su tío hizo que el sirviente trajera un té con dulces y pastas y pidió aceite y algún otro elemento para que las plantas fuesen preparadas de inmediato por ella, para poder iniciar la cura de sus padecimientos. Así se hizo. Mantuvimos los tres una agradable conversación intranscendente de una media hora. Se mostró agradecido al despedirnos. Nosotros retornamos al núcleo urbano para comer y hablar de nuestros temas. El resto del día resultó agradable hasta que regresamos. Habíamos comprado cuatro decimos de lotería en un muy conocido despacho y los guardamos en su bolso para comprobarlo como siempre hacíamos. Llegó el domingo. Eran las 12 y pedí una primera consumición. Pasó el tiempo y ella no apareció. Me fuí a las 15 horas. Pensé volver al domingo siguiente, pero decidí no hacerlo días después, ya que me acerqué hasta el caserón en que visitamos a su tío. Pude leer su esquela en los postes cercanos, pues había fallecido un día después de estar con él. Se hacía referencia a un solo familiar, que era mujer. En el pueblo cercano me indicaron que tenía una sobrina como heredera universal. Decidí ir al despacho de lotería para comprar un décimo y ¡oh!, sorpresa, había repartido el premio gordo y estaban identificados los agraciados a excepción de cuatro décimos, entre los que se hallaba la fracción con premio especial. Al parecer dieron orden de su cobro desde un banco de Brasil.
Decidí olvidar y celebrar que me encontraba vivo. Intentaré aprender para el futuro. No sé sí lo consegui

5 Mesa para dos

Como cada ocho de abril, acudió puntual, vestido con su traje, impecable, recién afeitado y oliendo a “Varón Dandy”. Le acomodó en su mesa habitual, en una esquina junto a la ventana, y sirvió las dos copas de champán, detalle de la casa. Como cada año, encargó Vichyssoise y Lenguado Merniere para dos, así como una botella de Verdejo. Tal como había hecho los últimos cuatro años, sirvió la cena en dos platos y, cuando él terminaba el suyo, recogía el otro intacto. Desde que se hizo cargo del restaurante, veintidós años atrás, les había atendido, gustoso, el día de su aniversario. Por eso entendía a la perfección que él no pudiese faltar a su cita.

Nº 6 EL DELANTAL DE MI ABUELO ANTONIO
De Itziar, del alto de Deba era mi aitita Antonio. Y por no ser el mayorazgo del caserío se vio obligado a salir de él emigrando a Bilbao.
En nuestro querido botxo hizo sus primeros pinos como albañil. En el gremio de la construcción, paleta y llana en mano, trabajó un tiempo hasta que su fuero interno le reclamó iniciarse en el mundo de la hostelería.
Un bar de chiquiteo en Fernández del Campo fue su bautizo como tabernero. Para ello pagó al arrendatario saliente las cincuenta pesetas acordadas (sin recibo alguno por medio); se estrecharon la mano y, tras colocarse el delantal azul mi abuelo, se convirtió en el tabernero del “Bar Alcorta”. Poco después, su iniciativa le movió, ayudado en todos los menesteres por mi amama Dolores (su esposa), a preparar en el fogón del bar: cazuelitas, pinchos, comidas de diario, etc… Pero no paró aquí su emprendedor empuje. A continuación compró una mesa de billar (de carambolas), acompañada de un par de juegos de bolas y unos buenos tacos, y con ello atrajo al establecimiento a otro tipo de clientes; entre ellos al gran campeón de la especialidad, Butrón.
Polifacéticos los abuelos, aprovecharon algunos ratos de cama para traer al mundo diez hijos, entre los cuales se encontraba mi bendita madre. Pero tantas bocas que alimentar volvió a encender en mi aitita Antonio la necesidad de un nuevo delantal. Y con un brioso paso adelante abrió el siguiente Bar-Restaurante en Hurtado de Amézaga.
Recuerdo con gran cariño a mis antepasados y, en especial, al emprendedor hombre del delantal.
“ Itziarren semea”

Nº 7GEOGRAFÍAS
Cada día, a la hora en la que el invierno se manifestaba con una fría calidad lechosa a través de los ventanales del bar, lamiendo con ansia centímetro a centímetro de las mesas de mármol, de la barra soñolienta que yo calibraba con desgana infinita, después de que los parroquianos habituales se encaminasen a sus respectivas negligencias y de que un sopor como de siesta temprana cayese sobre el barrio de Lavapiés, ella cruzaba el umbral arrebujada en su abrigo negro como un pájaro de luto, con una mochila raída de sus tiempos de estudiante y, tras pedirme un café sin azúcar, se sentaba al fondo, junto a la puerta del baño, donde la luz de la calle no pudiera alcanzarla. Tenía una mirada afilada e insolente, que se clavaba durante unos minutos con fiera determinación en alguna región de su pasado mientras revolvía inúltimente el amargor de su taza. Luego sacaba un plano de alguna ciudad desconocida que yo adivinaba tan distante de Madrid como sólo puede estarlo un lugar que la nostalgia no ha visitado todavía y recorría dócilmente con sus dedos la geografía de sus calles, entregada a una ensoñación que durante un instante dulcificaba sus rasgos y la acercaba al mundo de los vivos.
Me acostumbré a su presencia silenciosa, ajena a mí y a mi triste bar, como el que se habitúa a los geranios de su ventana, hermosos y despiadados en su indiferencia y paseé junto a ella por los vericuetos de su ciudad fantasma, desprendiéndome cada mañana del lastre de realidad que me ataba a la sofocante transparencia de un Madrid desnudo y sin misterios.

El día que se percató de que yo observaba cada uno de sus movimientos, dejó el importe del café sobre la barra sin mirarme a la cara y no volvió más. Su mesa quedó más vacía que nunca. Su ciudad, esa de la que yo nunca conoceré el nombre, se fue con ella; y la mía perdió para siempre la oportunidad de ser recorrida por aquellos dedos.

Nº 8CASA NEKANE
(UN RESTAURANTE DEL SIGLO XX EN EL SIGLO XXII)
– Antonio, ¿has quedado para comer con alguien? Tenemos que hablar, es importante.
– ¿Es sobre “eso”?
– Sí, pero no digas nada por teléfono, te lo cuento mientras comemos en “Casa Nekane”.
– ¿En “Casa Nekane”?
– Sí, donde el comer es un placer y el beber es un deber.
– ¡Joder! eso es poesía y no lo de Bécquer. Y encima pagas tú. ¡Vamos para allá maestro! Y no te llevo flores porque te las comes.

Diez minutos después Paco y Antonio franqueaban la puerta de “Casa Nekane”. Éste era un restaurante de los que ya no quedaban. Era el único en dos manzanas a la redonda donde se podía comer decentemente por dos mil euros. Estaba decorado al estilo de los años cincuenta del siglo veinte: Las mesas tenían manteles a cuadros, (las pares a cuadros rojos y las impares a cuadros azules) y las sillas eran de madera con cojines a juego con los manteles. La barra ostentaba raciones ya solo encontrables en museos gastronómicos (merluza rebozada, pimientos rellenos, morcilla con pimientos de piquillo, boquerones en vinagre, al ali–oli, chorizo a la sidra, etc…) debido a la persecución acérrima que sufría este tipo de raciones por el “Ministerio Anti-obesidad”, desde la aplicación de la “Ley Seca” (de grasa).

(Nota Aclaratoria: En el año 2127 el “Ministerio Anti-obesidad” había prohibido todos los alimentos que tuvieran más de catorce calorías. La comida “light” dominaba el panorama culinario)

Las paredes de “Comidas Nekane” intercalaban azulejos blancos con azulejos con sentencias filosóficas del tipo: “El hombre fino con todo bebe vino”, “Para ser guapo y hermoso buen vino y mucho reposo” “Clases de vino hay dos: el bueno y el mejor” “Si el mar fuera vino todo el mundo sería marino” etcétera, etcétera. En suma: era un restaurante. No un “café lounge” ni un “espacio minimalista”. Era un sitio en el que te comías lo que ponía en la carta: El pollo con patatas era pollo con patatas y no “Chicken con tubérculos de temporada en salsa propia”. La tortilla era tortilla y no “Huevos deconstruidos con frutas de la tierra”.
Y era un lugar del que salías sin hambre. No uno de esos restaurantes con “Menú Degustación”, un invento demoníaco que sólo servía para servir medios platos a precio de platos enteros. También era de los pocos que ofrecía un menú clásico “Menú del siglo XX” lo llamaban los cursis y “Comida casera” lo llamaba Nekane, aunque en pocas casas se comiera tan bien como allí. En los tiempos que corrían, raro era aquel que tenía sartén y más raro aún, quien supiera usarla.
La dueña de este fabuloso restaurante se llamba Nekane, como los lectores más avispados ya habrán adivinado. Nekane para los amigos y Nekane Aguirre Olabarrieta para Hacienda.
Esta mujer era toda una señora. Con todas las connotaciones positivas que la palabra señora tiene. Madre y mujer trabajadora desde que tuvo a sus hijos, antes mujer trabajadora. Llevaba al frente del restaurante desde el año 2102, sin más ayuda que la de Iker, su marido desde hacía “tay tantos” años. Nekane aparentaba cincuenta y tantos años, pero los aparentaba desde hacía veinte. Y los seguiría aparentando por los siglos de los siglos, si la etiqueta de la crema que se echaba por las noches decía la verdad. Era robusta, que no gorda y cuando caminaba, sus carnes, apolíticas, se bamboleaban a derecha e izquierda. Creando en quien la miraba, el efecto de creerse en el mar, disfrutando del gracioso bamboleo de las olas.

Dos horas después de haber entrado, Paco y Antonio habían fundado clandestinamente la primera sociedad gastronómica de Bilbao, desde que en el año 2127, el Ministerio Anti–obesidad las hubiera prohibido so pena de 20 años de prisión en un centro de adelgazamiento (donde serían sometidos a toda clase de vejaciones: les obligarían a ser vegetarianos, a tomar leche de soja, yogures con bífidus, beber únicamente agua y zumos macrobióticos, hacer aeróbic… en fin la muerte en vida).
No era una empresa fácil, tendrían que comprar la comida en el mercado clandestino de Guecho, trasportarla en el maletero del Seat Donosti de Iñaki (que tenía doble fondo) y la cocinarían en el sótano de su amigo Joseba. Arriesgarían su libertad, pero merecía la pena. La gastronomía vasca no podía morir por una estúpida ley creada por los defensores de lo “light”.

Nº 9 La jornada de las definiciones
No había en el mundo nada mejor que las piernas de Usnavy Contreras y sus empanadas de poco pollo y de mucho arroz. Para nuestra fortuna, las piernas y las empanadas estaban al alcance de nuestros bolsillos. Era cuestión de dejarse llevar por el deseo, llamar un par de amigos y caer al billar “Saint Moritz” a hablar de la vida y de otros asuntos…
«¿Qué van a pedir, muchachos?». «Lo de siempre, Usnavita: José Alfredo Jiménez, Roberto Goyeneche, café negro y empanadas con ají»…
La jornada del 23 de marzo de 1978, a pesar de tener los mismos aderezos, fue diferente del resto de jornadas surcadas en el “Saint Moritz”. Definimos el rumbo de nuestras vidas, pasamos a ser capitanes de nuestras propias naves.
Esa tarde llegamos al billar hambrientos, temerosos del futuro que amenazaba tragarnos de un bocado y zurumbáticos por cuenta del programa doble de reestreno que acabábamos de ver en el cine “Lux”: “Matar un ruiseñor” de Robert Mulligan y “Taxi driver” de Martin Scorsese.
Juan, mi mejor amigo, entre mordisco y mordisco de empanada nos reveló que había decidido seguir los pasos de Atticus Finch, el protagonista de la primera película. Sería abogado penalista y defendería con dientes y garras la causa de los humillados y de los ofendidos. Humberto, mi otro mejor amigo, por su parte, se inclinaba por ser taxista a sueldo y matador aficionado de proxenetas vulgares, como Travis, el protagonista de la segunda película. A mí no me cuadraba ni lo uno ni lo otro. La verdad, no me cuadraba nada. Quería evadir cualquier tipo de responsabilidad, ser libre, quedarme para siempre en el billar justipreciando las piernas de Usnavy, comiendo empanadas y hablando con mis amigos de la vida y otros asuntos.
Curiosamente mi destino se definió también por el lado cinematográfico y sin que yo, pachorro y desmadejado, tuviera que mover una sola neurona. Mientras veíamos el programa doble de reestreno en el Lux, mientras la pequeña Scout huía de la celada que le tendió el Señor Ewell mi abuela Tulia estiraba la pata. Yo era su único pariente. Me dejó como herencia una pensión de alquiler a orillas de la represa del Nuesa, a 78 quilómetros de Bogotá. La pensión estaba prácticamente en ruinas pero no me importó. La remocé sin arrebatarle su toque colonial y la rebauticé con el tétrico nombre de “Mansión Bates”…
«Si te vas conmigo, Usanavita Contreras, te escrituro la mitad de la hostería…».
Han pasado 30 años desde entonces. Usnavy y yo seguimos allí, en la mansión, vendiendo café negro y empanadas de poco pollo y de mucho arroz, viendo películas viejas, escuchando a Goyeneche y a José Alfredo y hablando con los clientes de la vida y de otros asuntos.

Nº 10 UNA DE LAMBRUSCO
Tiosilva no estaba acostumbrado a alternar con gente y, como ya era habitual en él, rehuía la compañía de los demás.
El pobre ignoraba que a veces convenía presentarse en casa de los llamados amigos sin haberse hecho contar por ellos y hablar de esas cosas de las que se dice muy aristocráticas. Si a Tiosilva no les gustaban esas tertulias era porque se las suponía amorfas, dada la enorme publicidad que los concurrentes se daban a sí mismos.
Todo comenzó aquella calurosa noche de agosto en el restaurante “ La Tertulia “. Los placeres de la mesa habían culminado con interminables copas de las más variadas bebidas y la idea de irritarse viendo el telediario de la noche no le parecía a Tiosilva una idea muy juiciosa, así que optó por coger una botella de lambrusco y dirigiéndose a los comensales dijo:
Dicen que sólo los niños y los borrachos dicen la verdad. Si con un buen copazo de vino, eres capaz de decirme todas aquellas verdades que sondean tu mente, estoy dispuesto a correr el riesgo y a escuchar todo aquello que me quieras decir. No creo que te haga falta demasiado elixir de la verdad, pues tus ojos no son capaces de mirar fijamente mientras mienten y son ellos los que me cuentan las historias que callas, las que quieres pasar por alto y las que salen a relucir con un buen espumoso: un lambrusco de tomo y lomo, que está deseando cobijarse entre nuestros labios, saborear nuestros paladares y no a la inversa.
Nadie se explicaba esa reacción de Tiosilva. Y continuó diciendo:
El vino no se deja seducir por cualquiera, debe catar aquellas gargantas que puedan apreciarlo y como recompensa, nos dará un suave cosquilleo, y un don de palabra que se escapará entre burbujas, en medio de nuestra conversación dialéctica que abordará esas verdades que tanto proclaman. Pero no cualquier instante es el adecuado para él. Lo dejaremos a la vista, antes de entrar en la combinación cósmica de nuestra comunicación puramente experimental y de nuestras sanas locuras que disfrutaremos como niños. Cuando estemos preparados caerá ese lambrusco, poco a poco, dando tanto de sí, que las palabras que pronunciarás esta noche serán casi infinitas y la noche se convertirá en día y recordaremos lo acontecido: las velas, las estrellas, los besos de lambrusco y la noche eterna sobre nuestras cabezas alocadas, que se sonrojará de placer al ver como una simple gota de vino derramada, fue la causante de tanto fervor en nuestra santa religión fermentada por las uvas.

Nª 11 EL BAR MALDITO
Joseba y Nacho corrían sin ninguna dirección. Solamente corrían para no ser alcanzados. Sus piernas no cesaban de moverse al compás de los frenéticos latidos de sus corazones. Finalmente, la suerte les ofreció una imagen idílica. Tras un pequeño cerro, alcanzaron a vislumbrar un bar de carretera, al cual ninguna carretera llegaba. Un local pequeño y de sucia apariencia, que surgía de la nada entre montes y arena, en medio de ninguna parte. Pero también era la única salvación para Joseba y Nacho, que no dejaron de correr hasta entrar en el bar.
Irrumpieron con un portazo, y todos los allí presentes, clientes y camarero, les miraron fijamente, con desdén, como si aquella entrada bestial no se hubiera producido. Mientras, Joseba y Nacho respiraban ansiosamente, con el propósito de recuperar todo el oxígeno perdido en su carrera fulgurante. Miraban a aquellas personas, extrañados por el hecho de que estos no se extrañasen por su culpa. Sudorosos y asustados, tomaron varias mesas situadas cerca y las colocaron delante de la puerta, para que nadie entrase en el lugar.
– Nos están persiguiendo -, dijo Nacho, exhausto y con la voz entrecortada.
– ¡Hay zombies ahí fuera! -, exclamó Joseba, impresionado por lo que acababa de contemplar unos minutos antes.
La gente seguía a lo suyo, como si nada. Los clientes charlaban casi en susurros y el camarero limpiaba la barra y los vasos. Nadie parecía prestarles atención.
– Oigan, sabemos que esto puede parecer una broma, pero es en serio -, continuó Joseba. Mi amigo yo hemos sido atacados por un grupo de personas. Parecían enfermos.
– Eran zombies. Lo sabemos porque hemos visto cómo atacaban a un amigo nuestro y lo devoraban -, completó Nacho.
– Veníamos por un camino y se nos echaron encima. Eran más de 20. Intentamos ayudar a nuestro amigo, pero fue imposible. Esos locos nos empezaron a perseguir -.
– Sí, y a mí uno me dio un mordisco en el brazo. ¡Malditos cabrones! -, aclaró Nacho.
Tras aquellas últimas palabras, todo el mundo en el local miró hacia su herida. Tenían miedo, pero no por los muertos vivientes, sino por la sangre que brotaba del brazo de Nacho.
– ¡Se va a convertir en uno de ellos! -, gritó un hombre mayor, sentado en una mesa próxima a los dos jóvenes, mientras se incorporaba.
– ¡Fuera de aquí o nos acabarás matando a todos! -, prosiguió un hombre que se encontraba en la barra.
– ¿Pero qué coño están diciendo? -, preguntó Nacho, visiblemente asustado.
El camarero abrió una puerta situada tras la barra, se metió en la habitación y en unos segundos salió, armado con una escopeta, que no tardó en cargar. Con firme decisión, caminó fuera de la barra, en dirección a Nacho, que le miraba sin saber qué hacer.
– ¡Qué va a hacer! -. Joseba no podía creer lo que estaba sucediendo. Intentó detener al camarero, pero varias personas le sujetaron.
El camarero se paró a un metro de distancia de Nacho y le apuntó a la cabeza con el arma.
– ¡No, por favor! -, chilló Joseba, con toda su fuerza, sabiendo que aquella era su última oportunidad. Por su parte, Nacho no podía dejar de mirar al camarero, sin articular palabra.
El camarero, sin inmutarse, apretó el gatillo y le voló la cabeza al muchacho. Joseba comenzó a gritar de impotencia, tirándose al suelo. Las lágrimas brotaban de sus ojos y corrían raudas por sus mejillas. Armado de valor, se incorporó y se dirigió hacia el asesino de su amigo.
– ¡Por qué has hecho eso, joder! ¡Sólo necesitaba un poco de ayuda! -.
Fuera del bar, comenzaron a escucharse unos agudos lamentos. Docenas de manos golpeaban las paredes y la puerta del bar, intentando entrar.
– Por eso -, dijo apelando a los golpes. Se hubiera transformado en uno de ellos y nos habría atacado.
– ¿Y por qué no nos hacíais caso cuando hemos llegado? -, preguntó Joseba.
– Porque son familiares y amigos nuestros. Tenemos que alimentarlos. Y para eso estáis aquí vosotros -, sentenció el camarero, mientras la gente del bar se acercaba amenazante a Joseba.

Nº 12 NIÑO EN LA CAFETERÍA

La madre es una persona que cuida y protege a los demás, igual que las enfermeras cuidan a los enfermos en los hospitales, los bomberos apagan los fuegos, y el portero de mi casa vigila el edificio y está pendiente de los vecinos.
Por eso, esa mañana en la que mi niñera me lleva a desayunar a la cafetería de la esquina y se pone a hablar con el camarero, yo, después de entretenerme un rato correteando por los pasillos que forman las mesitas de la sala y de pararme con cada persona que me hace caso, me quedo mirando fijamente a una mujer que llama mamá a la señora que tiene al lado. Están hablando muy seriamente y yo me pregunto de qué cosa tan seria puede hablar una madre con su hija. Me lo pregunto porque me gustaría saber como puedo yo hablarle a mi madre para que me pida consejo como hace la madre de esa mujer con ella.
Dice mi padre que siempre hay que hacer caso a las personas mayores pero en este momento es la hija la que aconseja a la madre y ésta la que asiente haciéndola caso. Así que, disimuladamente, me siento con mi botellita llena de leche con colacao en la mesa de detrás y comienzo a escuchar. Distingo bien las voces; la madre debe ser una anciana de unos cuarenta o cincuenta años, y la hija tendrá la edad de mi madre, unos veintinco. La madre le cuenta a la hija que, después de un año casada con su nuevo marido, se ha dado cuenta de que su ex marido, el padre de la hija que la escucha, es el verdadero amor de su vida. Que se arrepiente de haberle abandonado hace diez años, y que quiere ir en su busca. Entonces, se me atraganta el colacao y comienzo a toser. Enseguida ellas se dan la vuelta y me cogen en brazos mientras me doy cuenta de que prefiero que mi madre no me pida consejo nunca. Que me encanta ser un niño de cuatro años y seguir creyendo que las madres son personas que cuidan y protegen a los demás, igual que las enfermeras cuidan a los enfermos en los hospitales, los bomberos apagan los fuegos, y el portero de mi casa vigila el edificio y está pendiente de los vecinos.

Nº 13 TARDE DE DUDAS
¡¡Oye nena, que me bajo al bar!!
Esta es la frase favorita de mi marido, todos los días desde hace un mes, llueva, nieve, con sol, con niebla… siempre lo mismo. A veces pienso que es la única frase que aprendió de pequeño, aunque no me le imagino diciéndole eso a su madre.
Un día, cansada de estar en casa esperando a que el llegase, decidí ir a buscarle, así de paso podría ver en primera persona el “santuario” de mi marido.
Después de mucho mentalizarme salí a la calle y me dirigí hacia el bar, esta a unos 10 pasos de la puerta de mi casa. Al llegar a la puerta me detuve un instante, respire hondo y abrí la puerta… por mas que mire en todas direcciones no encontré a mi marido, pero ya que estaba allí pues aproveche y me tome un café.
Que raro que no estuviese allí, pero igual estaba en el baño, así que comencé a tomarme el café y sin saber como, dentro de mi cabeza no paraba de darle vueltas de a donde se abría metido.
Unos minutos después, el camarero me pregunto que si estaba esperando a alguien ya que no paraba de mirar el reloj, le respondí que había quedado con mi marido en encontrarnos allí, pero que llegaba tarde.
Mi cabeza no me dejaba pensar en otra cosa que no fue mi marido, ¿Dónde estaría? Aproveche la ocasión en una de las veces que el camarero me miraba para preguntarle por el y después de describirle físicamente y la ropa que llevaba puesta el sonrió y me dijo que hoy no había entrado, que solo saludo desde la puerta e hizo un gesto como de tener prisa.
Mis manos comenzaron a temblar de tal manera que derrame parte del café sobre mi pantalón, me puse muy nerviosa, ¿Por qué? ¿Por qué me a engañado? Dios santo ¿y si me esta siendo infiel? No lo entiendo, si nunca hemos tenido ningún problema, jamás hemos discutido, ni una mala mirada, nada, absolutamente nada…
Comenzaron a asaltarme las dudas, quizás tenia que hacer algo importante y por eso no estaba en el bar, si debe ser eso, no creo que durante todo el tiempo que me lleva diciendo que viene aquí en realidad me estuviese mintiendo, no, no puede ser, pero me llenan sentimientos de tristeza y de duda.
El camarero, al verme tan nerviosa me sirvió una tila y me dijo que no me preocupase, que seguramente no tardaría en llegar.
Llevaba mas de una hora y media en el bar, totalmente desilusionada, jamás pensé que me encontraría en una situación así, dudando de mi esposo, el hombre con el que e vivido todos estos años, al que tanto e amado…
Respire despacio, muy despacio, hasta estar mas o menos relajada, pedí la cuenta, pero el camarero no me hacia caso, estaba ocupado hablando por el teléfono móvil. Unos minutos después, por fin colgó el teléfono y vino a atenderme, volví a pedir la cuenta, pero no quería cobrarme, en ese instante no entendía porque, de todas formas tampoco tenia ganas de pensar en la razón de porque me invitaba, ya tenia yo bastante con lo que tenia.
Me levante del banco en el que estaba sentada, me gire a hacia la puerta y… hay estaba el, mi marido, mirándome con cara de pasmado, seguro que se sentía culpable por haberme engañado, pero me daba lo mismo, me había decepcionado muchísimo.
Entro en el bar, hizo un saludo general y me pregunto que estaba haciendo allí, encima lo que me falta, darle explicaciones. Levante la mano haciendo gestos para comenzar a echarle la bronca, me daba igual que todo el mundo se enterase, me había engañado.
El, sin inmutarse, miro al camarero y le hizo un gesto de afirmación y de repente comenzó a sonar la música del cumpleaños feliz, mi marido me sonrió.
¡Feliz cumpleaños mi vida! Tomo mi mano, la acaricio suavemente y deposito en ella una cajita azul con un lazo.
No puede ser, yo misma había olvidado el día de mi cumpleaños.
Entonces se abrieron unas grandes puertas que separaban la zona del bar en dos, desde mi posición puede ver una tarta enorme, muchas flores, regalos e incluso un hombre con un violín.
Disculpa mi comportamiento durante este ultimo mes, pero quería prepararte el cumpleaños perfecto y no sabia como hacerlo para que no te dieses cuenta.
Que error más tonto al pensar que me había traicionado, todo era un montaje entre mi marido y el camarero para montarme una fiesta.
Desde ese día jamás volví a dudar de el y le agradezco de todo corazón haberme enseñado que una pequeña nube no puede estropear un gran día.

Nº 14 Salsa

Provengo de un país lejano y como cocinera domino la salsa. Hace algunos años tuve un pequeño restaurante y mi gran competidora era Nicanora, mujer apasionada y excelente bailarina de merengue. El pueblo era muy pequeño y nuestros clientes principalmente fueron los extranjeros. Por ello decidí crear una sabrosa salsa que acompañara a los guisos, que era de secreta receta, con dos ingredientes nunca declarados. Podía ser algo así: Se pone…en un cazo a fuego lento; cuando esté caliente se le agrega un poco de… y…; se deja en el fuego sin parar de remover; añadir… y seguir removiendo; para finalizar le riego con un chorrito de… y lo espolvoreo con… El resultado era espectacular. Casi todo el mundo sonreía y se encontraba alegre, sin necesidad de beber nada con alcohol. Nos pedían les dijésemos en que consistía la salsa y nuestra respuesta siempre era la misma: Las manos y el cariño de la cocinera. Me miraban entonces de modos diferentes y yo siempre les regalaba una sonrisa. En su mayoría volvían para saborear nuestros platos y, al parecer, se mostraban felices. Todo hay que decirlo, el secreto fue nuestra salsa. Un inesperado día, en la noche, se produjo un gran incendio en el local y nuestro futuro quedo hecho cenizas. No tenía dinero, ni ganas, para empezar una nueva aventura allí y también considere que el jefe de la policía resultaba ser el novio de Nicanora y su primo el alcalde. Recordé que mi establecimiento no tenia la licencia oportuna y que mis recursos eran limitados. Por eso viaje hasta aquí, en donde deseaba trabajar como cocinera hasta que pudiera tener mi propio negocio y condimentar con mi salsa especial. Tuve suerte y en semanas logre me contratasen como cocinera en un restaurante de variopintos clientes. Tal vez sea un poco peculiar, cocino bailando y canto frecuentemente ”bacalao colorao” al mismo tiempo. He tenido dos ayudantes de cocina, uno se hacia llamar Orlando y decía ser norteamericano, aunque vivió en Miami; pudo provenir de Cuba ó, incluso, haberse escapado de Guantánamo. Su color de piel era negro tizón, siempre se mostraba alegre y poseía un excelente sentido del ritmo. El segundo también provenía del mismo país y he pensado era agente del FBI y que le controlaba a Orlando, su nombre es Reinaldo y su piel blanca como la porcelana, sin mucho sentido del ritmo y serio de carácter, pero disciplinado para alcanzar el fin que se propusiera. Ambos comentaban que eran estudiantes de la universidad de aquí, en donde se preparaban para obtener un master en derecho, de reconocido prestigio internacional. Pues bien, fueron mis alumnos del baile de salsa hora y media de cada semana durante casi un año, en el mismo restaurante, antes de comenzar nuestro trabajo. Empezamos lentamente al ritmo sensual del cha-cha-cha y mambo, marcando cadera en la salsa, para movernos con los cuerpos juntos y los brazos estilo tropical, adelante, atrás y uno alrededor del otro manteniendo una posición equilibrada y mejorando progresivamente con esfuerzo y disciplina. Llegando a un buen nivel de adiestramiento en la salsa, me propusieron ambos presentarnos a un concurso de esta modalidad de baile, pero al tener que dejar a uno de ellos fuera rechace su petición. Entonces ellos decidieron participar como pareja y obtuvieron el primer premio. El tiempo fue pasando sin acontecimientos a destacar y poco antes de acabar sus master me propusieron, cada uno a su estilo, compartir la vida y montar un restaurante como negocio. Aunque pudieran estar coladitos por mi, yo no lo estaba por ellos hasta ese punto y les respondí que no era el momento. Antes de dejar su trabajo en el restaurante me pidieron que, a modo de despedida, les preparase una comida que les hiciese felices y que recordarían toda su vida, explicándoles al detalle la elaboración de la misma. Condimente tres platos y de postre les ofrecí un estupendo soufflé, haciéndoles saber que carecía de algunos ingredientes para preparar mis verdaderas especialidades. Insistieron en conocer las recetas deseadas, pero amparándome en el secreto de cocinera me negué a facilitárselas. Acordamos los tres en volvernos a encontrar en un futuro en algún lugar del mundo. Mantuvimos una fluida correspondencia, que en su caso siempre provenía de Washington, de dos apartados postales diferentes, hasta que un día pude verles claramente a los dos juntos en la fotografía de portada de un periódico, con armas pesadas en la mano, en actitud de ataque, durante la revuelta de un país africano. Entonces creí verlo claro, eran dos agentes de acción especial que pretendieron conocer los secretos de mi salsa de modo no agresivo, con el fin de explotarlo económicamente. Para evitar posibles problemas me he sometido a varias operaciones de cirugía estética y he cambiado de nombre, domicilio, aspecto y profesión. Hay quienes pueden estar dispuestos a todo por conseguir lo que quiere el que se lo ordene y no estoy en disposición de que lo puedan lograr.

Nº 15 Dilema
La música era imperceptible para los dos enamorados. La cena del reencuentro se celebraba en un sencillo restaurante, en que se despidieron tres meses antes. Carlos y Lupe estaban ensimismados el uno en el otro. Lo demás no era del mundo.
C.- …y entonces pensé en tí.
L.- Yo te he añorado cada momento.
C.- Si tanto nos queremos, ¿porqué no nos vamos a vivir juntos?
L.- Aunque lo deseo, es imposible. Tú trabajas destinado en Bulgaria y yo en Bélgica.
C.- Ven conmigo a Bulgaria y el inconveniente queda resuelto.
L.- Bien sabes que he estado formándome muchos años y procede me doctore para poder tener un futuro laboral satisfactorio, sin necesidad de depender de ti.
C.- Eso no te tiene que preocupar ya que…
Así siguieron toda la noche, cada uno con su razonamiento. No aceptaron la argumentación del otro. Dos meses después volvieron a celebrar otra cena en el mismo lugar.
L.- …he estado reflexionando sobre tu planteamiento de la anterior ocasión aquí.
C.- Y…
L.- Lo importante puede ser aprovechar la oportunidad y vivir la vida en común, ya que las situaciones aparecen y hay que ser inteligentes y no dejarlas pasar.
C.- Entonces vienes conmigo a la ciudad de Plovdiv.
L.- No, no, no. Yo había pensado estar ambos en Brujas. Es mejor, por muchas razones,… Continuaron queriendo justificar sus argumentos, que no lograron cambiar de opinión para tomar una decisión comprometida. Tres meses más tarde volvieron a citarse para cenar en el mismo restaurante, como siempre lo hacían cuando regresaban a rendir cuentas en sus respectivas oficinas de empresa.
C.- …deseando encontrar una solución a tu propuesta solicité una reunión con mi jefe en destino, en la que le planteé la excedencia por seis meses. Inicialmente me respondió negativamente, pero me dijo podíamos seguir hablando del tema para enfocarlo mejor. En resumen, fuimos tratando el asunto y progresivamente intimamos hasta llegar a ilusionarnos y decidir si nos íbamos o no a convivir juntos. Lo siento, pero la distancia nos lleva por caminos distintos a los planteados inicialmente.
L.- Algo parecido me ha sucedido a mí. Un compañero en la universidad me ha ido convenciendo de que la falta de contacto contigo puede propiciar otras oportunidades y me ha hecho pensar en la realidad… Se despidieron pero con el planteamiento de intentar llevar la situación hacía el camino de la sensatez, de modo pragmático. El hecho fue que Carlos convivió como pareja tres meses con su jefe Anne y Lupe se dejó arrastrar por el verbo fluido del tutor, llamado Ángelo, para poder compartir su apartamento las 24 horas de cada día. Ambos se apercibieron tarde de que su decisión fue precipitada, un error y que las ilusiones no se correspondía con la realidad que les tocaba vivir diariamente. Se sintieron frustrados, pero la decisión adoptada les convirtió en rehenes de sus nuevas parejas. Habían decidido mal y ahora sufrían las consecuencias. ¿Qué podían hacer? Cerca de medio año más tarde, habiendo roto todo vínculo de quien esperara ser el amor para siempre y no sabiendo enfocarlo bien para intentar encontrar los momentos de felicidad apetecidos, de modo inesperado se encontraron en un bar y hablaron. Ambos no continuaban con sus parejas, habían regresado a sus puestos de trabajo anteriores aquí, tenían una mala experiencia y una gran decepción por lo que podía haber sido si hubiesen apostado por seguir la senda de la ilusión cuando estuvieron enamorados. Ahora era otra la situación y no querían perder el resto de sus vidas. Convinieron cenar juntos el último viernes de cada mes en el restaurante habitual, como amigos. Al cuarto encuentro acordaron vivir juntos. Parece que les va bien. Ojala la experiencia les haga saborear mejor los momentos de felicidad que les toque tener en pareja y transigir en las situaciones adversas. El tiempo nos lo mostrara si han acertado en su decisión.

Nº 16Gerardo
La comisaría de policía de una capital de provincia tiene un sagaz comisario llamado Gerardo. Posee buena vena artística y le agrada visitar exposiciones, siempre y cuando las considere relevantes en su desapasionado análisis. Esa pudo ser tal vez la motivación de visitar el Guggenheim de Bilbao, sin hacérselo saber a sus colegas de la villa. Le satisfizo la exposición temporal, aunque sin llegar al nivel que esperaba. Dada la hora en que salio del museo, tomó la determinación de pasear por los alrededores y cenar tranquilo en un restaurante acogedor. Preguntó como un turista, lo valoro y se dirigió al que considero de mayor interés. Solicitó un lugar tranquilo y le ofrecieron una mesa preparada para dos comensales, a la que acababan de anular su reserva. Le dejaron el pequeño jarrón que albergaba dos capullos de rosas rojas, enviadas previamente por quien había pedido esa mesa en concreto. Gerardo eligió un menú de dos platos, especialidad del restaurante, y un delicioso postre, que fue saboreando sin prisa hasta acompañarlo de un té de Birmania. Cuando se hallaba anotando un dato en su agenda, se apercibió que de pie, al otro lado de la mesa, estaba una mujer atractiva, de pelo moreno, con un porte discreto y elegante. Le miró con mucha atención y escucho:
– Le pido me permita tomar la tarjeta adosada al jarrón, pues era para mí. La cena no ha podido ser, dado que Miguel ha tenido un imprevisto que le ha motivado cancelarla. ¿Puedo?
G.-No hay inconveniente. Le agradeceré tome una de las flores y la otra me la pondré en el ojal, tal como se hacía en otro tiempo para celebrar algo bueno. Si me lo permite, yo tomaré otro té y usted lo que quiera, está invitada. Pidió un daiquiri y se sentó tranquila. Gerardo pregunto:
– ¿Ha podido apreciar la buena exposición que hay en el museo de Bellas Artes?, ¿puede decirme algo al respecto?, ¿hay alguna otra cosa interesante para ver?,…
Ella le dijo:
– Me llamó Marta y mi verdadera afición es la fotografía. Este local es uno de los que tiene este tipo de exposiciones. Ahora hay una realmente valiosa por la calidad del fotógrafo y el tema elegido. Puedo darle mi opinión y la de los críticos. A sus preguntas no le respondo, ya que no he tenido la oportunidad de asistir.
G.- Si me lo permite, voy un momento a lavarme las manos algo pegajosas por el postre. Ahora vuelvo y hablamos. Aprovechó para hacer dos llamadas por el móvil y regresó:
G.- Disculpe por la tardanza. ¿Puedo preguntarle cual es su profesión?
M.- Inversionista y, por cierto, con éxito. Busco, encuentro y decido si arriesgo el dinero ó no.

En ese momento, repentinamente entraron al mismo tiempo ocho personas en el comedor, mostrando placas de policía a tres hombres sentados a una mesa, situada cerca de la gran ventana, y a una pareja de otra, distante tres mesas y con vistas a la calle . Ninguno opuso resistencia al cerrarles las esposas ya que, además, vieron varios coches en el exterior con sirenas y luces azules.
G.- María, aunque digas llamarte Marta, un vehiculo nos esta esperando para que hagas la oportuna declaración. Lo sabemos todo y es mejor que confieses esta última operación, sin omisiones.

La invitación a María para cenar fue hecha por un topo y la tarjeta que acompañaba a las flores decía solo: Espero lo comprendas. Gerardo había seguido la pista de la operación de la droga desde dos años antes. Conoció cuando y donde se elaboraba el producto, cual era la mercancía real del embarque, el puerto de salida, nombre del barco, ruta y lugar previsto de entrega; zarpó el barco y se desarrolló todo tal como se esperaba; se permitió el despacho fraudulento de aduana y se montó el operativo para no levantar sospechas a los tres vendedores y a quienes deseaban comprar, evitando cualquier filtración ó recelo que entorpecería la captura de María y el resto de la organización. La red quedó desarticulada por cómo se desarrolló la acción. Gerardo demostró ser un buen profesional y un magnifico actor. Fue condecorado por ello.

Nº 17 Menu-do día
De primero: jeta a la plancha, de segundo: sin vergüenza al horno y de postre: miseria caramelizada.
– ¿Quién ha escrito esto?
La muy cabrona todavía tiene ganas de más, es increíble, su descafeinada dignidad me dan ganas de … He estado dejándome el pellejo aquí currando como una perra 14 horas diarias y ella no ha tenido que preocuparse de absolutamente nada porque yo soy responsable por mi misma no solo de llegar a la hora y organizar esta minúscula cocina para que rinda al ciento cincuenta por ciento sino de cocinar bien y rico , de presentar la comida de una forma creativa, hermosa , limpio los bordes de los platos y los aderezo con plantas que recojo cada día camino del trabajo, educo a los camareros para que sean menos torpes pero esta simple no ve nada de eso. Esta paleta que no es capaz de distinguir un solomillo de un entrecote es jefa de este privilegiado lugar que con su hortera gestión está a punto de pasar a engrosar la inacabable lista de garitos de tapas que solo gracias al Mediterráneo aún sirven productos medio comestibles…sin imaginación, sin clase y sin sentido del humor…así no hay quien cocine…Se desató el delantal y lo tiró sobre la mesa caliente, metió los cuchillos en la maleta y cuando hubo hecho esto, suspiro profunda y sonoramente. Fué este suspiro un adiós personal, íntimo. Se despidió de los hornos y de las cámaras, de sus respectivas almas, calientes y frías, que tantos placeres le habían aportado y sintió lastima de abandonarles a aquella suerte que se les avecinaba. Echó una breve mirada hacia el parterre que ella misma había preñado de semillas y cuyas flores agitadas por el suave viento parecían llorar como mariposas sujetas con correas. Eso iba a hacer ella ahora: romper su correa y revolotear quién sabe dónde pero aquello tenía que terminar… -Yo, lo he escrito yo.
– Esto en mi casa no, dijo la pánfila.
-¿En tu qué? ¿En tu casa dices, so necia? Sólo es tu casa para recibir los beneficios de los que no eres responsable en absoluto. Tu vulgar afición al dinero te aja el paladar y te impide saborear lo verdaderamente sabroso de este plato. Tratas a tus empleados sin respeto, es que no te das cuenta de la pila de horas de tu vida que pasas junto a ellos? No crees que serías un poco más feliz si te interesases más por tu gente? Estas muy ocupada componiendo vacías sonrisas de cera para gente a la que importas un carajo y luego tratas de resarcirte haciéndote la interesante con nosotros que somos tu familia, postiza de acuerdo , pero tu familia, la plantilla, la que hace que se mueva el barco.!Bah! Quizá soy yo mas necia pretendiendo que vengas a entender todo esto, míralo así :podía haberte plantado un puñetazo en la cara que es lo que quería hacer cuando me has puesto ese cochambroso billete al que llamas sueldo delante mientras sostenías tu gorda cartera a reventar de dinero; en vez de eso te he escrito un menú del día que bien podría ser una tirada de tarot porque es el futuro de este lugar, pan pa hoy y hambre pa mañana, y no me vengas con tu falso pudor y tus normas de la casa de la sidra porque te tengo muy bien calada, eres frívola y débil, no tienes gusto ni criterio, solo lugares comunes y moral doble como un sándwich mixto recalentado de dos días, conque recompón ese mohín de hija de maría que no sabe lo que es un burdel y prepárame la cuenta que ya me has chupado bastante y ya de ser puta, libre y sin chulo. Y se marchó. Cuanta vulgaridad había salido por su boca, le temblaban las piernas, se sentía efectivamente como si hubiese estado compitiendo por una esquina en la calle, no es por ser puta sino por lo animal del asunto, competir como en la selva por el territorio. Bramar…desperdiciara así la multitud de delicias que se pueden realizar con la boca …escupió sin ser vista y se prometió nunca más, por nada ni nadie, volver a caer tan bajo.

Nº 18 El café
Cuando llueve nos vemos allí. No hace falta siquiera quedar por teléfono; concretar una hora, que siempre ha de ser la misma; confirmar una asistencia inexcusable. Simplemente, a la salida, me dirijo a la parada del 21, espero pacientemente bajo la marquesina, me encaramo de un salto para evitar los charcos y, zarandeada y entre empujones confortables, llego hasta el café del callejón.

Allí se presenta Manolo, con su mandil negro reglamentario, moviéndose con agilidad entre las mesas de mármol, tan blancas y frías, sus sillas toneth, sus percheros a juego, la barra enfangada por los restos amargos de la primera tanda de desengañados de ese día, los que pensaban sentarse al fresco y charlar, como otras veces, de las noticias afables de todos los veranos, vacíos, gracias a Dios, de crónicas desagradables, de sucesos infaustos.

—¿Una cervecita?

Me trae una caña y unas aceitunas. A veces son alcaparras lo que se tambalea en peligroso equilibrio sobre los platillos superpuestos. Dentro de poco, diez minutos lo más, debes aparecer por la misma puerta batiente por la que acabo de entrar. Y así es, en efecto.

Traes tu inevitable aire de gravedad, algo innato en tu carácter desapacible. Cualquiera diría que te han despedido del trabajo o te han puesto los cuernos con cruel saña. Sueltas el paraguas a la entrada, en un cubo puesto al efecto junto a la puerta, donde se arraciman los puños y mangos de diversos colores. Se ha formado un charquito, como de llanto antiguo, alrededor del improvisado paragüero. Como no acostumbras a hablar hasta que te has acomodado, no le doy excesiva importancia a ese silencio incómodo.

Me hablas del tiempo, de lo extraño de esa lluvia en pleno agosto, de este año sin vacaciones, de lo que podemos hacer el fin de semana si hace bueno. Yo pienso mientras tanto en la lista de tapas, pues he comido poco al mediodía. Son, al fin y al cabo, los mismos planes absurdos de una pareja antigua de novios aburridos.

Suena la sintonía de un programa de radio. No llego a saber de qué es la tertulia de hoy. Te estoy mirando el pelo, desordenado, con canas cada vez más tangibles. Es una lástima que nos alcance así la vejez, con tanto desaliño.

Mañana tienes guardia. Quieres descansar, volver pronto. No sé a qué responde esa frase impensada, pero de repente no tengo ganas de verte más. Y no es de hoy, no es algo nuevo por culpa de esta lluvia improcedente. Simplemente noto, con mayor fuerza que otras veces, que es inútil esta lucha por llegar hasta el final, por embarcarse como todos en un matrimonio fracasado desde antes de producirse. Que para qué.

Ahora me miras con espanto. Yo pensé que hablaba por tu boca, pues no te veo el entusiasmo propio que se exige para esas aventuras. No cambiamos de hábitos, de lugares, de actores secundarios. No te lo tomes a mal.

Te coge por sorpresa tanta resolución. En mí es algo nuevo. Sin embargo, nunca he estado más segura. La lluvia ha borrado cualquier inconveniente; cualquier obstáculo inventado para no romper del todo se ha disuelto esa tarde definitivamente.

Un beso en la mejilla es quizás lo sensato, lo más civilizado. En cualquier caso, no me parece justo tomarme otra cerveza y pedir espinacas: debo ocultar un poco la sonrisa que pugna por salir, esconderla tras un luto provisional y fingido.

Al final me toca a mí pagar las cañas y me vuelvo a casa sin cenar. Ha dejado de llover hace un momento.

Nº 19 El ÚLTIMO VASCO con LEVITA

—¿Qué va a ser, don Miguel?
El camarero quedó de pie, frente al hombre de aspecto triste que había tomado asiento en un rincón del local, junto a una mesa de mármol que miraba a la ría, esperando que le dijera lo que deseaba tomar.
—¿Lo de siempre, don Miguel? —insistió.
El cliente miró al camarero desde una distancia infinita y asintió con un gesto casi imperceptible:
—Lo de siempre, Juan —dijo, al fin.
El camarero y dueño de la taberna —“Juantxu” para los amigos— tenía ante sí a un hombre que acababa de ser expulsado por unos energúmenos de su cátedra de Salamanca al macabro grito de “¡Viva la muerte!”, grito que era una sentencia firme para todo aquel que discrepara con su forma de pensar, razón brutal que empujó a don Miguel de Unamuno a buscar el calor de su tierra, de su casa, en las Siete Calles de Bilbao, ciudad y calles que cada vez que las pisaba tenían la virtud de devolverle la vida. Y el Rincón del Juan era su sitio predilecto para pensar tranquilamente al amor de un vaso de txakolí.
—Le veo decaído, don Miguel —le dijo aquella mañana otoñal—. Ánimo, verá como pronto se acaba toda esta locura de la guerra y volvemos a vivir en paz.
—No lo creo, amigo Juan. Estos bárbaros que presumen de salvapatrias acabarán con todo lo que de valor hemos alcanzado los humanos.

A este bilbaíno de pelo blanco, levita negra y aspecto ascético, el Rincón del Juan le había servido siempre de atalaya para observar la vida con la minuciosidad de un cirujano. Era un refugio seguro. Y es que sus recuerdos se mecían entre los cañonazos del sitio carlista de 1873 de su infancia, y el avance de los fascistas en este otoño de 1936, que iban sembrando el suelo de sal y sangre allá por donde pisaban. Lo tuvo claro cuando en el encontronazo con Millán Astray, en Salamanca, aquella mañana horrible vio palpitar su ojo de trapo mientras argumentaba, pistola en alto, que debía morir la inteligencia y daba vivas a la muerte.
—¿Estaba tuerto el fulano? —se atrevió a preguntar el dueño.
—No —respondió don Miguel—, estaba absolutamente ciego, ciego de entendimiento.
—¿Y usted qué le respondió? —añadió Juan aterrado por tamaña brutalidad y falta de respeto.
—¿Qué le podía decir a un energúmeno desatado como aquél, amigo Juan? Sencillamente, que con semejantes argumentos podrían vencer, pero no convencer. Éste es el templo de la inteligencia! —le dije— ¡Y yo soy su supremo sacerdote! Vosotros estáis profanando su sagrado recinto.
—Valientes palabras, señor Unamuno, pero seguro que no las entendieron —el tabernero se puso a limpiar el mármol con un paño mientras rumiaba las palabras del filósofo.
—No, desde luego que no. Palabras que para mí fueron como una sentencia de muerte… —añadió don Miguel con infinita tristeza.

“Juantxu”, el dueño del Rincón, un vasco de pura cepa con muchos años a la espalda sirviendo chiquitos y pinchos de tortilla, sabía por experiencia que cuando un hombre como don Miguel de Unamuno andaba buscando refugio en su casa, significaba que la vida ya se le iba de retirada, que definitivamente se desinteresaba del mundo, y que sus días estaban contados. Tal es así que, cuando le dijo «adiós» arrastrando la levita, en el vacío de la taberna, su voz sonó como un “hasta siempre” que selló con un portazo.

Nº 20 ALMAS GEMELAS
Carmen miraba cada día a través del cristal de la cafetería. Hacía ya demasiado tiempo que veía la vida pasar protegida tras aquel parapeto transparente y le resultaba un agradable pasatiempo. Le gustaba contemplar a la joven mamá que siempre cruzaba por el paso de cebra a carreras, llevando casi en volandas a sus niños, pero que parecía inmensamente feliz a pesar de vivir a cien por hora. También le gustaba mirar a la dependienta de la joyería de la esquina. Era una señora de mediana edad que siempre iba impecablemente vestida y tenía los más exquisitos modales. Algunas veces, sobre todo en las lluviosas tardes de invierno, entraba en la cafetería y se tomaba un café para entrar en calor antes de abrir la tienda. Por supuesto, también parecía feliz, aunque no estaba tan abrumada como la joven madre. Tenía Carmen todo un mundo de personajes detrás de aquel escaparate. Había un caballero que acudía a la cafetería el primer lunes de cada mes, y le gustaba a ella fantasear acerca de su vida. ¿Sería un caballero que iba a ver a un antiguo amor prohibido cuya boda habían impedido sus padres hacía ya mucho? ¿Sería un ladrón de guante blanco que llenaba sus bolsillos con las carteras de la gente que acababa de cobrar? En el fondo de su corazón Carmen creía que era simplemente un pensionista que acudía a cobrar su pensión, pero se imaginaba todas aquellas historias para llenar un poco el vacío de su vida. Por supuesto, no todo eran historias felices las que contemplaba Carmen desde su tranquilo refugio. También veía gente con que la desdicha dibujada en su rostro, y sobre todo, veía cada día a una mujer que pedía en la puerta del banco, que era la misma imagen de la desolación. Desde su puesto de observación, Carmen podía observarla a sus anchas, e inventarse historias sobre ella, sobre su pasado y adivinar por qué había acabado así. El tiempo pasaba inexorablemente y Carmen empezaba a estar demasiado hastiada de todo. Le aburría ver la vida pasar sin participar en ella, pero no sabía cómo remediar su situación. Ella había quedado huérfana con 15 años, así que ser madre a los 22 había colmado sus expectativas. Aunque era madre soltera había encontrado en su hijo la razón para vivir, por eso aquel fatídico día en que un conductor borracho se había cruzado en su camino, había decidido olvidarse del mundo. Había estado mucho tiempo sin salir de casa, y tiempo después empezó a ir únicamente a la cafetería, donde pedía un café y no tenía que añadir una palabra. Compraba lo imprescindible en el súper y se arreglaba con su pequeña pensión, pero ahora habían pasado demasiados años y aunque el sangrante dolor seguía ahí, necesitaba volver a vivir. Una de aquellas tardes observó que la mujer que pedía no estaba en su sitio habitual. Al principio no le dio mucha importancia, pero al ir pasando los días sin verla aparecer empezó a preocuparse. No sabía cómo empezar a buscarla, pero sentía que debía hacer algo, así que llamó a los hospitales para preguntar si había acudido recientemente una indigente y ninguno había recibido a nadie con semejante descripción. Después llamó a la policía por si la habían encontrado muerta y no la había identificado nadie, pero de nuevo todo fue en vano. Cuando ya no sabía qué hacer decidió ir a la iglesia y hablar con el hombre que pedía limosna allí, pues en alguna ocasión lo había visto hablar con ella. Superando el miedo que tenía de hablar con los demás se acercó al vagabundo, y después de darle una moneda le preguntó por la mujer desaparecida. Él no sabía gran cosa, excepto que se llamaba Sofía y que era amiga de una tal Maru, que comía en el albergue de las monjas los sábados. Desesperada Carmen decidió esperar hasta el sábado y mientras tanto siguió viendo la vida pasar desde la cafetería, aunque ahora le parecía de lo más insulso. Ese mismo sábado fue al albergue y localizó a Maru,que le contó que la única familia de Sofía era un sobrino que vivía en una casa de montaña a unos 30 kilómetros de allí. Cuando Maru le explicó cómo se llegaba Carmen tomó nota mental y decidió ir enseguida a preguntarle al sobrino. Hacía mucho que no conducía, pero aquella era la ocasión perfecta para retomar algo que en su día le había dado una gran independencia. Superados los obstáculos y cuando estaba a punto de llegar, Carmen decidió aparcar en un bosque y esconder un poco el coche. Un sexto sentido la avisaba así que se acercó suavemente a la casa y observó. No se oía un ruido y parecía que allí no vivía nadie, pero le llamó la atención que las ventanas estuviesen tapadas con tablones. Ella que todo lo veía a través de las ventanas no concebía que aquello fuese muy normal. Fue a la puerta y después de manipular con una ganzúa que llevaba en el llavero y que era un regalo de su hijo, la puerta cedió. Entró con cuidado y después de abrir varias puertas vio a Sofía atada y amordazada. Había en el cuarto un olor nauseabundo, pero Carmen lo ignoró y desató a la sorprendida Sofía. Ésta decía que debían darse prisa porque su sobrino estaba a punto de regresar, había ido a comprar tabaco. Carmen llevaba el móvil y rápidamente grabó y sacó fotos. Cuando estuvieron a salvo en el coche Sofía le explicó que su sobrino la había secuestrado para que lo incluyera en su testamento. Al parecer era muy rica, pero había renunciado a todo al perder a su único hijo, y desesperada se había dado a la bebida y había acabado en la calle. Ha pasado más de un año y Sofía y Carmen entran juntas en la cafetería. Resguardadas detrás de la ventana hablan de lo bien que lo han pasado en la excursión a Zarauz, y sonríen al ver el saludo que les manda el mendigo desde la puerta de la iglesia. Parece mentira que ahora pudieran sonreír y tuvieran tanto que compartir, allí sentadas ante un humeante café. Eran dos almas gemelas. Sofía sentía mucho que su sobrino estuviese en la cárcel, sobre todo porque él iba a ser el heredero pues en aquellos días ella no había hecho testamento y él era el único familiar vivo, pero la codicia le había cegado y ahora Sofía iba a dejar todo su dinero a las monjas del albergue. Con sonrisas melancólicas las dos mujeres empiezan a planear la próxima excursión, y contemplan a la dependienta de la joyería, que también está tomando un café.

Nº 21 EVOLUCIÓN.
Si tienes el anhelo de llevar a cabo investigación científica adquiere el aprendizaje preciso y por todos los medios hazlo. Difícilmente alguna otra cosa te dará tanta satisfacción y, sobre todo, tal sentido de logro. Severo Ochoa.

Sala de Actos. Hotel Ritz. Zona de Bar. El periodista del “Daily Mirror” que lleva un cartelito identificador: Míster Tilla, aborda al científico escocés colocándole sin consideración la alcachofa del micrófono en la boca:

-¿Su bisabuelo era un antepasado de los más humildes? –pregunta hiriente.

El investigador ignora la pregunta ejercitando el sabio arte del silencio. Ocioso tras el éxito de su ponencia, bebe en un vaso plano su tercer Gin Tonic by Hendrick´s que es una infusión de pétalos de rosa de Bulgaria y pepino holandés con la mejor tónica del mercado, tintineando los cubitos de hielo en el vaso quiere deleitarse con la orquesta sin hacer daño a nadie…

El periodista prosigue mordaz:

-¿Su abuelo fue veterinario?, ¿no?

Silencio.

-¿Su padre…, médico?, ¿no?

Silencio.

-¿La evolución llega con usted al grado supremo?

Nuestro científico de Girvan, admirador sin parangón de la escultural Christina Hendricks, mira al reportero en tres dimensiones, escrutándolo, e importándole su entrevista una leche, o un carajo, o un pepinillo en vinagre, justo en ese momento oye que desde un altavoz afónico citan al periodista en recepción, mencionándolo como Míster Francis, y nuestro experto dando un trago directo a su combinado de ambrosía piensa que, la evolución está ahora mismo en su paladar y que algunos seres humanos –sin lugar a dudas- se han estancado en el australopithecus de paco-tilla que tiene delante.

Nº 22 El café
Quedo encima de la mesa. Su dueño quiso retirarle sin más. Una mirada de la acompañante le hizo arrepentirse. En las tardes de domingo en este bar se acercan parejas llenas de cansancio materno o paterno. Suman. Detrás un cierto alivio que les incomoda queda en la cocina de su casa. Allí junto a la despensa un trozo de queso, unas débiles mezclas de pimiento y atrevido cebollín. Antes de salir en dirección a la plateada barra donde se encuentran quizás, no lo sabemos con certeza, ella se estirase en la mesada de la cocina. En un cuartucho pequeño y atravesado por una luz roja que viene del patio común. El, tan solo, sumergido en sus piernas, hablase de sexo, o carne seca y agria del pasado amor. Nada más. O sí. Un vaso lleno de güisqui y una lengua barriendo dentro, después del sudor, o antes.
La intimidad de la colmena humana es esquiva. Uno puede imaginar la honradez o el aburrimiento, pero en la cocina del amor, allí se prestan desde el empacho de agua caliente y vientre liso, hasta el calor húmedo y perverso de cada pimiento rojo que ejecuta el baile del amor. O del desengaño. O de la torpeza invitada del amante que luego vuelto sobre si le dice -a ella. ¿Bajamos?. ¿A dónde?.
En la esquina esta un bar de aquellos de domingo.
“Vale”.

Nº 23 EL BRINDIS
La besé… y fue el final, atrás había quedado la mesita del bar y los recuerdos, atrás habían quedado los infinitos cafés y las innumerables palabras de amor.
Antes de cruzar el umbral de nuestro lugar preferido, me di vuelta y la vi por última vez, ella me miraba de reojo y sonreía; en ese momento me di cuenta, que se había liberado de mi celosa presencia y de mis continuos y obsesivos interrogatorios.
Fueron… seis años, cuatro meses, doce días y… unas cuantas horas viviendo un amor con muchos planes, pero increíblemente sin futuro, algunos amigos me decían que éramos como el agua y el aceite, pero… ¿quién era el agua y quién el aceite? Lo único que teníamos en común era saborear día tras día, el café en nuestra mesa del bar y fueron tantos los cafés… y fueron tantos los besos… y fueron tantas las promesas incumplidas…
Ella seguía sonriendo y yo mordiéndome los labios, ella seguía mirándome de reojo y yo… no pude aguantar más; volví, me senté y pedí dos cafés, ella me observó extrañada y temerosa, la miré fijamente a los ojos y comprendió que solamente quería brindar por la despedida. Sí… brindar con un humeante café a medio endulzar,
¿Brindar con café? ¿Y por qué no? Acaso nuestra primera cita, no había sido en esa misma mesa y bebiendo café…
Brindamos, la besé… y fue el final.

Nº 24 EL ÚLTIMO REFUGIO
Puntual a la cita consigo misma, recorrió el pasillo con la vista perdida en sabe Dios qué mundos, apenas miraba para saludar y con sus andares inquietos y dignos se sentaba en el rincón, buscando una soledad de la que se había hecho esclava y amiga. Seguía sus pasos hasta la mesa, la contemplaba ¿Para qué negarlo? Jamás cruzamos nuestras miradas y es que a pesar de la edad, se mostraba esquiva, quizás levantaba fronteras porque retenía una serena belleza, que sólo el paso del tiempo da a algunas personas y no quería que nadie la invadiera. Tomaba un café con leche calentita y una sacarina; por espacio de media hora leía un libro, sin dedicar siquiera una mirada al resto de la gente o incluso a mí, mientras le servía. Así todos, todos los días, menos los domingos.
 ¡Ya está aquí la viejilla, Jacinto! –me solía decir mi hijo, que todavía no sé, por qué me llama por mi nombre en lugar de padre o aita –A ver cuando le tiras los tejos, que te quedas embelesado cuando entra –añadía el muy bribón.
 ¡Vete a recoger las mesas y métete en tus asuntos! –le contestaba yo.
¡Con cuanto cariño atendía a Doña Julia! Cuántas veces quise iniciar una conversación que ella cortaba con una distante cordialidad ¡Cuántas veces volvía a la barra del bar derrotado! Pero tonto de mí, al día siguiente volvía a insistir ¿Sería poco para ella?
 ¿Cuándo me dejarás reformar esto? Sabes que el negocio se mantiene mal con un cafecito que se toman tus viejillas y se pasan aquí las horas muertas –me apremiaba Iker.
 Más adelante, más adelante –siempre respondía.
No le faltaba razón a mi hijo, había que adecuarlo a los tiempos, pero me resistía a los cambios, quitaría las sillas de madera, las mesas de mármol, los azulejos con motivos campestres, las fluorescentes serían sustituidas por focos de colores relajantes, pero que nadie podría leer con esa luz. Ver el bar de Jacinto convertido en Hacinto´s pub, sería superior a mis fuerzas.
Hurgando en los recuerdos, retrocedí hasta la primera vez que entró en el bar iluminándolo con su sonrisa, me prendé de ella al instante y a los pocos instantes me sentí morir, cuando entraba un joven que la saludó besando esos labios, inaccesibles para mí, no había duda era su novio, desvaneciéndose todas mis esperanzas. Día tras día asistía a su encuentro, habían hecho del bar su punto de cita y el verla con tanta frecuencia en compañía de otro hombre, ver como salían cogidos de la cintura, me dejaba sumido en una profunda tristeza todo el día.
 Jacinto, hoy se retrasa Doña Julia –me comenta mi hijo, no sin cierta malicia.
 Es raro ella nunca falta a la cita con este bar, espero que no le haya pasado nada.
 No es tan raro, la gente se cansa, cambia de opinión y de lugares ¿Y si el médico le ha prohibido tomar café?
 Vendría a tomar otra cosa. Este bar encierra recuerdos para ella, que no renunciaría a revivir cada día. Es más, siempre me dio la impresión de que a veces fingía leer el libro.
Su esquela, con su foto en color, con algunos años menos, nos sacó de dudas. No se había cansado de frecuentar el café, se había cansado de la vida, de la soledad y de la rutina. Jamás dio pie a que nadie más entrara en su vida, mujer de un sólo hombre, pero nunca fui yo el elegido.
Fui al funeral, ya sólo me quedaba despedirme de Doña Julia y ante su féretro, sobrecogido, hablé con ella, sin que esta vez pudiera desviar la vista “He venido a despedirme de ti, a decirte en tu muerte aquellas cosas que no supe decirte en vida, porque ya nunca volverás al rinconcito donde cada día te veía llegar y ya sin darme cuenta no apartaba de ti la vista. Como un perrito zalamero me acercaba a ti por si recibía una caricia, pero nunca conseguí más que un amable buenas tardes. Sé que amaste a tu marido y que nadie ocupó su sitio, te admiraba por ello, pero me entristecía el saber que nunca sería para ti más que un simple tabernero, de un bar donde tú te refugiabas de un mundo, que al perder a tu marido, no tenía sentido, era tu último refugio… ¿Qué más quieres que te diga? ¿Qué te quise toda mi vida? Ya no tiene importancia, te has ido para siempre y contigo se va el bar Jacinto. Descansa en paz al lado de tu marido.”
Sin pretenderlo se me escaparon unas lágrimas inoportunas ¿Eran por Doña Julia? ¿Era por qué también para mí fue el último refugio? Me daba igual. A partir de su muerte, dejé el bar en manos de mi hijo, sabía lo que quería, pidió un crédito al banco y se propuso remodelarlo de arriba abajo, darle un aire más moderno. Seguro que le iría bien y ganaría más dinero, pero no podía imaginarme a Doña Julia sentada en su rinconcito, con música de chunda- chunda a todo volumen y leyendo su librito casi en penumbra, cambiando su café con leche calentita y una sacarina, por uno de esos tragos largos que en adelante se servirían en Hacinto´s pub. Los tiempos cambian, nosotros no, sólo nos dejamos llevar por la corriente como la rama en el río. Así estoy yo, a la deriva, sin mi último refugio.

Nº 25 Por algo existe el llanto

Ella tenía ganas de llorar. Todos lo notaban porque las lágrimas trataban de emerger de sus ojos, a pesar de que ella trataba de contenerlas… Estaba acompañada de personas que la querían, pero ninguna de ellas estaba interesada en escucharla… El mesero les sirvió el pedido a todos… café… les pasó la cuenta con el número de habitación para que firmaran y se retiró…

Estaba acompañada y como siempre cumplía su rol de buena compañera, callaba para que sus amigos expresaran lo que estaba en su interior… pero esta vez, a diferencia de otras, no escuchaba… no podía escuchar porque la frase “te quiero mucho”, la cual estaban nombrando con demasiada frecuencia esa tarde, retumbaba en sus oídos. Esas palabras tenían un significado especial en ese instante, eran un recuerdo doloroso de un amor no correspondido. Eran como dagas que la penetraban hasta el fondo de su ser, hiriéndola con su punta en el centro del corazón… por eso las lágrimas trataban de escapar, porque su mente no estaba presente, estaba estancada en ese momento, en ese instante, en ese tono de voz que dijo “te quiero mucho” en cambio de un “te amo”…

Todos estaban sumergidos viviendo su propia incertidumbre y escapando de ella con frases vanas, sobre temas de poco interés. Hasta que callaron y la miraron, era inevitable ver sus ojos llorosos… todos la miraron porque sintieron que era un compromiso hacerlo… miraron las personas de las demás mesas y pensaron que era mejor ayudarla a controlarse… pero ella lloró y expresó lo que sentía… Sin embargo, corazones de los demás estaban endurecidos porque estaban viviendo durante ese tiempo momentos de incertidumbre; incertidumbre que genera inestabilidad, angustia, dolor, temor… así que le hablaron con frases provenientes de un corazón endurecido por la incertidumbre, la inestabilidad, la angustia y el temor… y ella tuvo que regañarlos para defenderse, porque las frases vanas que no salen del corazón y se dirigen a un ser humano en su estado más vulnerable son como espadas que lastiman… Ella se puso su coraza, se llenó de molestia y en tono seco dijo: “dejen de juzgar y de hablar babosadas, se nota que no están escuchando lo que digo, no ven que lastiman… dicen palabra tras palabra, juzgando mi actitud, evaluando mis sentimientos y dictaminando la manera en que debo actuar, en que debo sentir… quisiera salir corriendo y estar sola para que no me lastimen…”

– Si quieres te dejamos a solas, si tanto te incomodamos.
– No ven que lo que necesito es llorar. Mi corazón está lastimado, y necesita llorar. Por eso tenemos lágrimas, porque son buenas, son útiles, fueron creadas para desahogar un sentimiento tan fuerte como el que llevo dentro, y quiero poder decir lo que siento sin que me juzguen, sin que me toreen… yo también creo en Dios, y creo que todo va a salir bien… no entiendo por qué Él me permitió vivir este dolor tan intenso, tan solo se que debo vivirlo, porque retenerlo me mata, me genera ira, rabia, ansiedad… y tan solo espero que ustedes como amigos puedan permitirme llorar… porque en ningún otro lado puedo hacerlo… y me permitan dejarme sentir y decir lo que siento, sin juicios estúpidos… ya quisiera yo, que con solo pensar algo sabio, pudiese desaparecer este sentimiento y seguir adelante… ¿Qué no ven que no puedo hacerlo?, ¿qué no ven que no es pensar y dejar de sentir?… el sentimiento sigue ahí a pesar de que mi mente saque otras conclusiones, el dolor sigue ahí a pesar de que concluya que recordarlo no me hace sentir bien… tan solo espero eso de ustedes… Si no pueden comprenderme, por favor respeten mi sentimiento y acompáñenme en silencio y dejen de regañarme porque no actúo como “debería actuar”, yo actúo como mis emociones me permiten actuar… tan solo necesito llorar…

Nº 26 Vos sabés como es Jorge”

Ocurrió el día que enterramos a mi hermano Alberto. Apenas tres o cuatro horas después. Entre nosotros nunca fuimos muy parecidos físicamente, pero cada tanto alguien nos confundía. No ocurría muy seguido, pero solía aparecer alguien que hacía tiempo que no nos veía, y nos confundía. Alberto me llevaba casi seis años. Cuando salimos del cementerio, después de todo, mi madre y mi hermana se fueron a su departamento, a la rutina de siempre, pero ahora con un motivo nuevo para seguir sufriendo. Con algunos amigos de Alberto, y míos, nos metimos en el primer boliche que encontramos, en la calle Corrientes, a tomar unos whiskies y a contar y escuchar historias de la vida del recién enterrado. Nos separamos cerca de las tres de la tarde y cuando quedé solo tomé un taxi para ir hasta el centro. Tenía que retirar un saco que había comprado unos días antes. “No es un trámite para un día de entierro”, pensé mientras le decía al chofer que me dejara en Maipú y Corrientes. Tenía que caminar cuatro cuadras y elegí Lavalle, que todavía era una linda calle de Buenos Aires por la que se podía andar. Iba distraído, pensando en las horas y los días que habíamos pasado juntos en la confitería El Reloj, casi la oficina de Alberto, cuando escuché el grito. -¡Alonso! Tenía una vaga idea de haber visto alguna vez al que venía hacia mi, sonriente y con los brazos abiertos. ¿De donde lo conocería ? ¿Del diario ? ¿De mi pueblo ? ¿De algún viaje con periodistas? ¿De Río Cuarto ? No tuve tiempo de pensar mucho más. Mientras me abrazaba decidí que era más práctico seguirle la corriente, hablar uno o dos minutos, despedirnos y a otra cosa. Por suerte, como ocurre casi siempre, el tipo tenía más ganas de hablar de sus cosas que de preguntar nada, y después de escuchar que le iba bárbaro, que la hija mayor se había casado, que estaba ganando más plata que nunca, que estaba saliendo con una secretaria nueva que era una máquina, y de decirle yo que no podía ir a tomar un café pues me estaban esperando, nos despedimos. Otro abrazo, promesas de llamarnos, y me preparé a seguir. Ahí me largó la pregunta.
– Ché. Y Jorge, ¿cómo anda ?
Entonces me di cuenta. Me había confundido con Alberto, y decirle que yo era Jorge y que a Alberto lo acabábamos de enterrar hubiera sido prolongar la charla y escuchar los lamentos de rigor. Yo no tenía nada de ganas de todo eso y le contesté casi sin pensar.
– Y, como siempre. Vos sabés como es Jorge – le dije, y volví a caminar por Lavalle, hacia el Bajo, pensando que sin querer había dicho las mismas palabras que con seguridad habría dicho Alberto, hasta con su mismo tono, entre crítico y resignado : “Y…,como siempre. Vos sabés como es Jorge”.

Nº 27 BODAS DE ORO
La historia comienza con una discusión inesperada.
El escenario en el que nos encontramos es un precioso asador del centro, coqueto y entrañable, llamado La Chimenea. Los protagonistas son un matrimonio que celebra sus bodas de oro. Los consagrados actores secundarios son naturalmente los hijos, nietos, y hermanos y cuñados de los contrayentes. Y, por último pero no menos importantes, los extras y artistas invitados: maitre, camareros e incluso, en papel estelar, el propio dueño del restaurante.
Se acaba de servir el segundo plato, un lechazo aromático y dorado en fuego de leña, cuando en la cabecera de la mesa estalla un pequeño conflicto. El marido ha protestado, tratando de que fuera con discreción, porque el vino, y el lo había advertido antes, recalca, no es todo lo bueno que era de esperar. La esposa ha suspirado por enésima vez y le ha recordado, extremando aún más si cabe la discreción, que él no ha querido pagar más y que no ha aceptado renunciar tampoco, como había sugerido ella, a ninguna de las entradas.
Ese intercambio de pareceres deriva muy pronto, y sin saber cómo, hacia terrenos más ásperos y comentarios más quisquillosos. Recuerdan con rencor que ya hubo desacuerdos previos sobre la celebración, e incluso sobre si hacerla o no. Y siguen en la misma línea. Ambos parecen empeñados en apuntalar con firmeza la grieta que se va abriendo entre ellos.
La disensión se va convirtiendo en trifulca y la trifulca en batalla campal. Las voces suben de tono y se extienden sobre las cabezas de los invitados, planeando por todo el salón como aves de mal agüero y pasmando a los invitados, que no pueden creer lo que está pasando. Nunca les habíamos visto discutir así, piensan los hijos. Qué mal carácter, piensa la familia de ella respecto a él. Esta mujer siempre tiene que dar la nota, la familia de él respecto a ella. Y así hasta que la mesa entera es un estruendo de conversaciones pretendidamente susurrantes que escapan a otros salones y violentan a camareros y maitre, que no saben ya muy bien que hacer.
El marido se levanta indignado, ya no la aguanta más, y tira la silla al suelo con la fuerza del arrebato. La mujer enrojece y se ahoga ante el desafío. Le arroja el contenido de su copa de vino tinto, que apenas ha probado. Si no le gustaba antes, piensa con malignidad, a ver qué le parece ahora.
Dos o tres comensales también se levantan bruscamente, todos gritan más para aplacar los ánimos, y dos camareros acuden presurosos con una botella de seltz para luchar contra la mancha, o contra la situación, no saben bien.
El maitre acude convocado por los gritos. La hija mayor no soporta tanta vergüenza, se va corriendo del salón. Otro hijo y su mujer tratan de hacerse oír sobre el barullo y acaban gritando descompuestos a todo familiar que se ponga delante. Alguien tira un zapato, la gente hace cosas extrañas cuando se exalta, y los niños más pequeños se tronchan de risa en sus sillas.
En la puerta del salón asoman las caras de varios clientes de otras mesas, intrigados por el clamor de la contienda.
En esto hace su aparición el dueño de La Chimenea, un señor elegante entrado en años que por un momento queda atónito ante la escena. En treinta y dos años de oficio no ha visto nada semejante. Una repentina inspiración, la capacidad de improvisar es algo que se desarrolla en hostelería, le lleva a conectar el proyector que hay en la sala, preparado para mostrar en la pantalla una presentación que han hecho los hijos como homenaje a los anfitriones.
En el salón suena a todo volumen la música, se atemperan las luces y se empiezan a proyectar las imágenes. La paz forzosa, pero paz al fin y al cabo, se instala precaria sobre la batalla.
Por la pantalla desfilan cincuenta años. Cincuenta años de rostros y lugares que todos reconocen. Cincuenta años de eventos, de acuerdos y desacuerdos. De conquistas y derrotas, de desgaste, de olvidos. Cincuenta años que siguen ahí, resumidos en fotos, hablándoles de otros tiempos y del ahora. Rescatando palabras, olores y sabores, devolviéndoles los años que han quedado atrás y dejando patente cuántos son los que aún están, juntos, celebrando ese día.
El dueño del restaurante se ha acercado con sigilo al matrimonio. Ahora nadie dice una palabra. Parece que la paz que se ha alcanzado es duradera.
¿Está todo a gusto de los señores? –pregunta sin ninguna ironía, con la rutina del buen oficio.
Sí, desde luego –responde el marido, con cierto embarazo-.
Me pareció que podía haber algún inconveniente…
Nada importante, una tontería. –Y añade con una repentina sonrisa, abarcando con un gesto todo el salón-: La verdad es que ha sido una celebración estupenda.
Ya lo creo, Manuel –confirma su mujer-, de esto sí que nos vamos a acordar toda la vida.
Y los dos se sonríen cómplices. Una sonrisa que les une más de lo que otras muchas cosas les separan, mientras todos los demás, espectadores, les miran en silencio y apuran sus copas en un silencioso brindis.

Nº 28 El Trovador

Hoy he ido ha almorzar como todos los días. Es el mejor sitio para poder estar uno consigo mismo.
Conozco a todos, todos me conocen.
Nunca pensé que podría estar tan a gusto entre extraños.
Hoy tengo mucho trabajo, pero el café y ese bocata no lo perdono. Dejo el carro en la puerta y quien entra detrás me hace alguna broma” cartera, que la grúa se lleva el carro”, me río y le contesto de forma teatral. Tomo mi café y hablo con el director de un banco de su cena con la cuadrilla. Descubro a la persona que es. Hablamos relajadamente. Leyendo el periódico comento algún articulo con el componente de un grupo de rock que toma café mientras su perro le espera en la puerta junto a mi carro. Dos empresarios entran y dicen que los de la protectora de animales están interrogando al perro. Sigo tomando mi café y entran los municipales saludando a todos desde la puerta y comentando que tal va la caza esta semana. El abuelo que toma su cortado mientras lee otro periódico, solo saluda para no perder la concentración. El canal de caza esta en la pantalla mientras buena música suena de fondo. Es el momento de terminar el bocadillo, no tengo ni idea de caza. Es un bar de hombres, pero me siento bien.
Son veinte minutos todos los días. Veinte minutos llenos de camaradería No se sus nombres, pero si sus motes y cuales son sus trabajos. Somos un grupo de gente diferente unidos por un café. Para alguien que trabaja fuera de su entorno almorzar así es un lujo. Paso ya el tiempo y es hora de que salga a repartir el correo. Durante todo el recorrido pienso en todos ellos y en como se reúnen diferentes personas sin apenas nada en común entorno a un café.
Dentro de poco empezare en otro pueblo, pero se que estos amigos seguirán aquí para otro día que tenga que tomar un café

Nº 29 La Palabra y El miedo
Cuando atravesó el umbral de la puerta que franqueaba el acceso al bar, un silencio denso inundó la estancia. Irguió la cabeza tanto cómo pudo, y arrastrando los pies, avanzó hacia el mostrador del local.
 Buenas tardes, Don Miguel. – saludó el camarero, dibujando en su rostro una leve sonrisa. Me alegro de volver a verlo entre nosotros.
 Buenas tardes Andrés.
Se dio la vuelta, sintiendo sobre él las incómodas miradas de la concurrencia. La mayoría de admiración; otras, las menos, de odio.
 Café, imagino. -continuó el barman.
 Por supuesto. -contestó Don Miguel inspeccionando desafiante a las veinte o treinta personas que habían clavado sus ojos en él- Largo de café. Cómo siempre.
Alzó la voz, asegurándose de que todo el mundo le oyese.
 Soy animal de costumbres, y seguiré viniendo a tomar café a esta taberna mientras las fuerzas me lo permitan. Y ningún criminal me lo va a impedir.
Cuando quince días antes había entrado por la misma puerta, aun no lucía la leve cojera que ahora manifestaba su pierna izquierda, fruto del disparo que le había atravesado el fémur. Confiado en la rutina que llevaba a rajatabla desde hacía ya más de seis años, recorrió los escasos cuatro metros que le separaban de la barra sin reparar en el personaje que, sentado en una mesa a la derecha de la puerta, ocultaba su rostro en la penumbra. Como cada día, saludó amablemente al camarero, que tras un saludo igual de rutinario, le sirvió su café.
Apenas hubo sorbido el primer trago, reparó en la presencia de aquel extraño, justo cuando el tipo se levantaba de su asiento y avanzaba hacia él con paso decidido.
No tuvo tiempo de reaccionar. Sin mediar palabra, el desconocido le descerrajó un tiro en la pierna y echó a correr, perdiéndose por los estrechos caminos primero, y por el monte después.
Estaba claro que la intención no había sido matarlo, sino sumirlo en un estado de terror que a Don Miguel se le antojó mucho más atroz que la muerte misma.
Nadie intentó dar alcance al pistolero, y eso había sido lo que más le había dolido a Don Miguel. La mayoría de sus vecinos le consideraban un auténtico mecenas. Había sido él quien había logrado el local para la biblioteca. Y quien había conseguido un aula para que los chicos más pequeños no tuviesen que desplazarse a la ciudad para estudiar. Y quien había puesto el dinero de su propio bolsillo para instalar una antena de telefonía que diese cobertura al pueblo, otorgando a las madres la posibilidad de hablar con los hijos que se iban a la capital en busca de trabajo.
A la hora de defenderle, nadie se había movido, y aunque como era lógico, también tenía detractores, le hubiera gustado que alguien hubiese ido tras aquel indeseable.
 Permitís que el miedo atenace vuestras vidas, -continuó diciendo- pero decidme entonces. ¿Que vida estáis viviendo? ¿La que queréis , o la que otros os permiten vivir?
El suelo se convirtió entonces en el centro de todas las miradas, mostrando claramente la vergüenza que empezaba a adueñarse de la gente que allí se daba cita.
Fue como un chispazo que despertó la conciencia colectiva. Todos, amigos y enemigos de Don Miguel, se levantaron, fundiéndose en un espontaneo y ruidoso aplauso.
 Lástima -les dijo él con un deje de tristeza en su voz- que ahora ya no sirva de nada.
Obligó a su cojera a atravesar el bar de vuelta hacia la puerta, flanqueado por la gente que continuaba aplaudiéndole.
Salió a la calle sintiéndose apenado ante la evidencia del miedo que flotaba en el pueblo, pero esperanzado, conocedor de que las palabras, si se les concedía el tiempo necesario, podrían sin duda vencer al temor.

Nº 30 LA FELICIDAD
—Me dijeron que usted traería la felicidad, pero tan sólo trae una máscara, no la tiene, no tiene la felicidad y no es su culpa, ya lo sé, no lo juzgo. Su cuerpo está pintado con colores vivos, gotas de diferentes tonos bajan por su cuello, crean un pequeño mar multicolor en los huecos de su clavícula. Pero no es la felicidad.
—Traigo su felicidad conmigo, no en mí, ni sobre mí, ni dentro de mí, sino conmigo. Le dijeron bien, yo traigo la felicidad para usted, que no es la misma felicidad hecha para mí; acepto que se decepcione con estas tintas hechas para ocultar mi imagen, pero estas son mi felicidad, no la suya. La suya la traigo aquí, en el bolsillo, déjeme revisar… si, exactamente, es este espejo.
—Es liviano. Y redondo. Y pequeño.
—Fue hecho para usted.
—Sin marco, desportillado como un diento viejo.
—Fue hecho para usted.
—Tiene un destino triste este espejo. Fue hecho para mí.
—Sí. Tenga cuidado, puede cortarse con el filo. Fue hecho para usted. Con el espejo vienen esta caja de fósforos y esta moneda; la moneda debe entregársela a alguien que sólo usted conoce junto a la felicidad hecha para él, los fósforos no sé para qué son.
—Yo sé para qué son. La pintura que es su felicidad está hecha para consumirse en fuego, para eso son, para encender el fuego.
—No olvides darle la moneda. El que tú conoces sabrá qué hacer con el espejo cuando le entregues la felicidad.

Nº 31 EL DESEO DE PIERRE
Quién sabe por qué optó por ese trabajo, se preguntaba Rodrigo Martín, el tío abuelo de Pierre Martín, un hombre de 82 años con una salud de hierro que todavía seguía viviendo en el pueblo. Siempre fue un chico raro, además de francés, les contaba a sus amigos, habitantes como él del club de los jubilados. Entre partida y partida de mus hablaban de la vida, del tiempo y de los recuerdos. El invierno al menos no daba para más. La media de edad del municipio era de 62 años, habían cerrado el colegio por falta de niños y lo único que hacía que no fueran ya un pueblo fantasma era el tren, que pasaba dos veces al día, y las fiestas patronales de septiembre, cuando la plaza mayor, donde entraban media docena de vehículos mal aparcados, se decoraba con banderines de fiesta y se regalaban bollos preñados a los visitantes.
Allí había aterrizado Pierre, con su mochila a la espalda y su forma de hablar, tan pausada y tan europea, que decían algunos. El Camino de Santiago, pensó su tío abuelo, este chico está de paso. Pero, para su sorpresa, le explicó que había llegado para quedarse una buena temporada. Antes de que Rodrigo palideciera el joven le tranquilizó diciéndole que ya tenía trabajo y lecho. Sí, dijo lecho, y Rodrigo no pensó qué palabra más rara, porque con 82 años uno ya ha vivido y ha oído todo o casi todo y entiende perfectamente las cosas por su contexto.
Así que el chico bajó de pronto la media de edad de aquella localidad, empezó a trabajar en el bar de la estación de tren a cambio de un alquiler muy bajo y se instaló en el piso de arriba de la propia estación sin pedir permiso a ningún organismo estatal pero con el beneplácito – y el silencio – de todo el pueblo.
El primer mes eran pocos los que se atrevían a entrar, al fin y al cabo en el pueblo ya había dos bares, además del club de los jubilados, y la estación pillaba un poco a desmano. Pero a Pierre parecía no importarle. Se dedicó con esmero a limpiar el local y a hacer algún arreglo, una manilla suelta por aquí, fijar la balda de las botellas, cambiar un cristal picado por la humedad, ese tipo de cosas. Para cuando hubo acabado ya eran doce o quince los parroquianos asiduos a la ronda de vinos de la mañana, además de cuatro mujeres que empezaron a reunirse por las tardes para tomar el café y crepes, ya que Pierre, además de misterio, también tenía mano para los fogones.
Rodrigo y sus amigos pasaban por allí al menos una vez cada dos días. Algunos bebían vino y otros trina por prescripción médica, pero todos se preguntaban por qué había elegido ese trabajo, tan alejado de París, del glamour y de la gente de su edad. Y, ante las sonrisas esquivas del chico, concluían que el poder de los ancestros le había llamado o que tendría algún tipo de crisis estresante o depresión o como se llamase, que alguien había leído que era la enfermedad del siglo XXI.
El caso es que todos le fueron cogiendo cariño, por su cara de bueno, por la profundidad de sus ojos y por su nariz cubista. Y porque era un sol, las cosas como son, y dedicaba toda la atención del mundo a cada cliente y tenía todo como los chorros del oro.
Además de los lugareños, apenas entraba gente en el bar. Alguna cuadrilla de jóvenes de otros pueblos que venían haciendo ruido con sus coches trucados llamados por la curiosidad y, una vez, el pica del tren de La Robla, que necesitaba comer algo dulce después de sufrir un bajón de tensión. Pero Pierre se sentía feliz.
Hasta que un día apareció su padre, Luís Martín, y se presentó en casa de su viejo tío Rodrigo. Le preguntó por el chico, que tenía muy preocupada a toda la familia porque había dejado los estudios de arquitectura y se había ido a vivir la vida. Rodrigo adivinó algo extraño en el tono de la voz de su sobrino, así que le dijo, ha vuelto a Francia, ayer mismo partió. Luís Martín esbozó un mohín, luego le escrutó con la mirada y finalmente le dio las gracias y se marchó. Era la primera vez en su vida que Rodrigo mentía de forma directa, porque por omisión para él no contaba, que para eso era de otra generación. Pero un impulso le llevó hasta el bar de la estación a pedir explicaciones a Pierre en un intento algo abstracto de redimirse de su pecado.
Entonces lo supo, Pierre Martín, hijo de Luís Martín y nieto de Adolfo Martín, ambos camareros jubilados del Café de Flore de París, habían hecho todo lo posible, junto con el resto de la familia – la madre y un par de hermanas – para que él no trabajara nunca detrás de una barra. Pero él sabía, por su naturaleza, tal vez por su nariz cubista o por la profundidad de sus ojos, que nunca podría hacer nada en contra de sus propios deseos. Y su deseo no era otro que engancharse un trapo almidonado y blanco a la hebilla de su pantalón y sonreír a los clientes, y poner copas y cafés y escuchar lo que la gente quisiera decirle, por él mismo y también porque era la única competencia real que tenían los psicólogos, a algunos de los cuales había visitado desde su más tierna infancia – desde que empezó a disfrazarse de camarero -, por expreso deseo de sus padres.

Nº 32º El hombre tortuga

Sobre el escenario del Club Paraíso, Soledad, entonaba ‘Cruz de olvido’. Frente al escenario, en una de las mesas, Bashige tomaba una copa de Soberano. Como casi todos los que acudían al local de jazz, este inmigrante ilegal bebía para olvidar. Sin embargo, la canción se lo impedía.

El miedo a tener que regresar a su país, desquebrajándole la poca fuerza que le quedaba para seguir luchando y las pocas ilusiones que aún no se habían perdido en su largo caminar. Bashige trataba de despojarse de todos los sentimientos que había experimentado desde que logró cruzar el Estrecho. Todo el esfuerzo realizado para llegar a Europa fue inútil. Su familia tuvo que ahorrar durante años para conseguir reunir el dinero suficiente para enviarlo a la tierra soñada. Un par de años trabajando en España y sacaría a toda su familia de la miseria.

El deseo de prosperar y llegar a ser alguien, le llevó a abandonar Ouacha. Los llantos y sollozos de sus amigos y familiares, junto con el cantar de los grillos, formaban la banda sonora de aquella cálida y estrellada noche. El camino fue largo y duro, pero, al fin, logró llegar a la frontera de Marruecos, en lo alto de la montaña. Tras noches enteras caminando, nunca de día por miedo a cruzarse con algún policía, llegó a lo alto de la montaña. Desde allí divisó Europa, sin embargo, se encontró con un obstáculo inesperado: una valla triple y electrificada.

Tras buscar durante varios días, logró encontrar a un hombre que le ayudara a cruzar a nado el Estrecho, un porteador que, por 1.500 euros, se viste con traje de neopreno a cuya espalda se sujeta el inmigrante, como una tortuga. A pesar de que el mar estaba en calma, Bashige pasó miedo. Era de noche, no veía nada a su alrededor y el agua estaba muy fría. Las olas golpeaban contra su cara, dificultándole la respiración. Durante horas, tuvo miedo de morir ahogado. Con síntomas de hipotermia y a punto de desfallecer, tuvo que ser atendido por voluntarios de Cruz Roja.

Una vez en España, el sueño se convirtió en pesadilla y el paraíso en seol. Primero hubo que buscar un lugar donde dormir. Encontró un cuchitril que compartía con otros 5 simpapeles. Uno de ellos le ayudó a encontrar empleo, trabajando para las mafias, vendiendo bolsos falsos en la calle. Explotado por sus jefes y en alerta en todo momento por el miedo a ser deportado a Argelia.

Entre el gentío de la ciudad, se siente arrumbado. Camina cabizbajo, recibiendo miradas recelosas. Le invade la incomodidad. No encaja en la sociedad. Sabe que le quieren despojar de la tierra soñada. Anhela su ciudad, pero no puede regresar. No puede fallar a quienes pusieron todas sus ilusiones y sus ahorros en este viaje que haría prosperar a toda una familia.

Sorbo a sorbo, Bashige trata de olvidar todos esos sentimientos. Pero en realidad, la voz de Soledad y la música que emerge del viejo piano de Germán, es lo que realmente mantienen con fuerza al joven inmigrante, otorgándole alas para volar.

33º LOW BATTERY
Me llamo K 535 i , tengo una autonomía de 24 horas y si me pongo, a veces ni duermo. Mi batería es de litio, que dura más, pero últimamente no salgo de la cama así que debo de gastar poco….. de la tecnología punta podría decirse que tengo una memoria excelente…¡Cómo olvidar!. También dispongo de memoria fotográfica ilimitada, aunque a veces pienso que sólo me sirve para tener las pupilas cargadas de imágenes que no
quisiera volver a ver.
Por supuesto, dispongo de una agenda y de una capacidad increíble de organización y planificación. No hay más que ver lo bien que planifico tu vida a la vez que hago la casa, nuestra casa, hago la compra, llevo a los niños al colegio, los nuestros, y en definitiva organizo la vida diaria, la nuestra. Todo dispuesto para cuando tú llegas, que para eso eres el que trabaja, verdad cielo? Anoche, pasé de enchufarme a la red, pasé de cargarme aún sabiendo lo que eso supondría. Elegí rendirme, porque para vivir así mejor desenchufarme. Me sentía inmensamente abatida, vencida, me rendí. Me dejé apagar… Hoy tengo miedo. Me miro en el espejo y analizo cada arañazo de mi carcasa, cada marca irreparable, cada sombra ,cada cicatriz. Siento como la pantalla, la mía, se nubla.
– Me habrá entrado agua- pienso mientras con suavidad recojo las lagrimas.
Hoy tengo miedo de caerme una vez más y romperme definitivamente. Como aquellos viejos erickson a los que se les rompía la tapa y ya no servían, o como cuando caes tan frontalmente que la pantalla lcd se despide bruscamente y hay un silencio enorme, sepulcral, sin adioses ni lagrimas, sin más, porque no hay qué decir ni qué hacer. Porque ya no existes, ni has tenido tiempo de dudar si quieres seguir existiendo… aunque sea así, de este modo. Hoy tengo miedo de caerme y quedarme bloqueada para siempre. Miedo de caerme aún siendo tú quien me tira, quien me empuja y golpea. Quien me humilla y me abolla. Porque soy yo, si; soy yo quien se cae aunque la empujes, soy yo quien decide enchufar cada noche su alegría y su esperanza en vez de salir corriendo de una vez.
Hoy, después de mirarme al espejo me he metido en la cama. Mi cuerpo, mi cerebro, mi alma están fuera de cobertura. Apenas me puedo mover. Cierro los ojos. Te pienso. Seguro que estás en el bar. Evadiéndote- dices cada noche. ¡¡ Qué cómodo!! Yo para evadirme…¡¡Qué te voy a contar.!! Yo también tengo un bar al que bajar, pero apenas me queda espacio…ni tiempo.

Me duele todo el cuerpo. De golpe, me siento todo lo mayor que tú me dices que parezco, me acaricio despacio el vientre y noto como pesa ese kilo de más que ni un solo día has dejado de recordarme. Miro despacio mis manos. mis teclas, mis opciones… Cierro los ojos y te pienso de nuevo; Tan guapo, tan inteligente, tan trabajador… Y un dolor intenso recorre mi alma a la vez que un pitido me arranca de mis pensamientos. Me incorporo. Estoy temblando. Un sudor frío me recorre. ¡¡No puedo más ,me va a estallar la cabeza.!! De nuevo un dolor, si cabe más profundo, me recorre cortándome el aliento y tras de él ese ensordecedor pitido. Me asusto, tengo miedo. Salgo todo lo rápido que el dolor me permite de la cama. Voy a tientas hasta el cuarto de baño y enciendo la luz. Apenas me tengo en pie, no hallo fuerzas… De pronto, alzo mi cara hacia el espejo y lo veo. Es rojo, enorme, aterrador. Un único mensaje: LOW BATTERY. Tengo miedo. Rompo a llorar, me rompo. Intento borrar el mensaje del espejo…no es posible, golpeo. Me inundo en llanto…..no es posible- me digo. No quiero. No quiero apagarme. De nuevo ese maldito pitido en mis oídos, en mi alma. Y es ella, mi alma ,la que grita, la que me grita: No te rindas. No te apagues. Huye. Escapa… A duras penas me sostengo en pie pero encuentro la energía necesaria para moverme y utilizar la escasa batería que me queda en no rendirme, en no apagarme. Estoy débil, muy débil. tocando fondo. Mis movimientos son lentos pero seguros. Sé hacia donde voy. Respiro hondo y decido dejar de llorar. Sé quien soy- me digo mientras me visto con dificultad. Sé quien soy, repito intentando llenarme de esa otra energía en la que yo si creo. Cojo las llaves y cierro la puerta de golpe. Algo se rompe dentro de mí, duele. Duele mucho, tanto que me paraliza. Te pienso y siento como todo se derrumba. Dudo. Retrocedo. Vuelvo mi mirada a esa puerta, a lo que significa. Pienso si no sería mejor bajar al bar, a buscarte e intentar hablar de nuevo….Engañarme. Estoy temblando. Cierro los ojos para no mirar más, sigo paralizada, intento buscarte en mis recuerdos, en mi piel, intento perdonarte, girar la llave de nuevo…Esperarte. De nuevo el pitido hace que me maree, me apago, introduzco el pin y me vuelvo a encender.¡No quiero apagarme! Lentamente comienzo a bajar las escaleras, a separarme de la puerta, de ti. Mis pasos son lentos pero seguros. Sé hacia donde voy. Entro en la tienda de telefonía que hay al lado de mi casa y como en un último suspiro suplico al dependiente que me atienda……………….. LOW BATTERY. Se me cierran los ojos. Han pasado cuatro meses y aún siento mucho dolor. No tengo prisa. Tengo toda una vida por delante. Sonrío. Le pido a Mariano otro café. Me devuelve la sonrisa. Han sido cuatro meses de cafés y lagrimas. En mi bar. Ya tengo tiempo y espacio… Una melodía me arranca de mis pensamientos: “Escapa, que la vida se acaba, los sueños se gastan….los minutos se marchan. Siente la llamada de la libertad…..” Busco en el bolso mi móvil.
– ¿Si?. SÍ, SOY YO…
-Mariano, por favor, tengo que irme.
-Hoy invita la casa.-me responde con un abrazo invisible. Ten un bonito día Elena.
– Gracias. Tú También. Luego nos vemos.
Me llamo Elena y hoy no tengo miedo.

34º ERA ÉL

Después de beber en silencio su quinto daiquiri se levantó y vino hasta mi mesa con pasos lentos. Parecía deprimido, afectado por alguna preocupación. La ropa que cubría el cuerpo robusto era simple y estaba algo despeinado. Me pidió permiso y aló una silla para sentarse. Esbozó una leve sonrisa debajo de la barba blanca amarillenta y me dijo:
– ¿Me invita a un trago? Ya debo mucho en este lugar, aunque claro, me usan como propaganda.
– ¿Cómo es eso, le pregunté intrigado?
– Pues si mi amigo, el dueño sabe que mi presencia atrae al público.
“Debe estar muy ebrio” Pensé, pero me dispuse a escucharlo callado, sin preguntarle nada. Comenzó diciendo que había nacido al final del siglo XIX y casi me suelto una carcajada en su cara, pero me contuve. Tomó la copa entre sus manos y me habló de cuando gravemente herido por la artillería austriaca caminó cuarenta metros con un soldado italiano sobre los hombros para ponerlo a salvo, de la Medalla de Plata al Valor que ganó por la heroicidad; describió a la enfermera que amó en el hospital en Milán y que después lo dejó por un oficial napolitano; se quedó muy serio al invocar las dos guerras mundiales, donde según él, había sido chofer de ambulancia y corresponsal de guerra y creo que vi lágrimas en sus ojos; refirió sus viajes a Francia, Italia, España, Alemania, Normandía; se acordó con tristeza de Bumby, su primer hijo; y lo sentí algo eufórico al hablar de su amor desde pequeño por la pesca y la caza. Contó como también se empleó como sparring para boxeadores y «cazaba» palomas en los Jardines de Luxemburgo, pues los ahorros mermaban y no ganaba lo suficiente para dar de comer a su familia. Después, como en un soliloquio, mencionó El Viejo y el Mar, Por quien Doblan Las Campanas, Fiesta y Adiós a las Armas, entre otros títulos y dijo que el premio no le pertenecía, sino a la hermosa isla que lo había acogido. Por último me preguntó:
– ¿Sabes como me gusta escribir?
– No tengo la menor idea – Respondí incrédulo.
– En pie y vistiendo sólo calzoncillos en la Finca Vigía.
Como por arte de magia su imagen se fue esfumando hasta desaparecer entre el humo de la langosta que el camarero colocó a mi frente. Y aquella mesa a donde debería volver el hombre de la barba estaba sin vasos y supe que hacía años no había sido ocupada por nadie. El dependiente sonrió levemente y me dijo:
– Era aquel el lugar del Maestro. Todos venían al Floridita a ver a Ernest Hemingway beber sus daiquiris.
– ¡Pero él conversó ahora conmigo! – Exclamé atónito.
– Es imposible, mi amigo. Murió hace cincuenta años, aunque su recuerdo persiste en este ambiente.

Nº 35 Gotas de anís

Había vuelto. No sabía muy bien cómo empezar. Habían pasado ocho años. Aquel hotel y la mujer que lo regentaba se habían quedado grabados en su memoria. No hicieron falta demasiadas palabras. Todo estaba igual. Salvo que ahora el comedor tenía diez mesas. Tampoco era el momento para decir lo que sentía. “Dime tan sólo si te gusta” leyó al desplegar la servilleta. Se quedó sin palabras. Miró al camarero y esbozó su mejor sonrisa. Cerró los ojos con el primer bocado. El queso se mezcló el azúcar y el punto de canela dio el campanazo final. La quesadilla herreña le trajo como un vaho de azúcar su sonrisa en aquella pequeña habitación que daba al mar. El primer encuentro y después el olvido. Todavía con las luces del alba y el halo del amor reflejado en el rostro. Porqué no vienes conmigo. Nada te ata a este hotel y a este lugar en el fin del mundo, le dijo sin pensar que un día él sería el que sentiría la necesidad de volver. Ella tan sólo sonrió. No puedo irme de esta isla. Este hotel es mi vida. Lo heredé de mis padres. Nací aquí en el meridiano cero y ahora cuando el mundo cruje ahí fuera aquí me siento a salvo. En aquella ocasión no le entendió. Y a los pocos días, él tuvo que seguir su camino sintiendo los brazos aún más vacíos.
Era uno de los hoteles más diminutos del mundo. Una ventana tan cerca de otra. Una puerta tan cerca del mar. Y una decoración minimalista que hacía que la mirada se centrara en lo fundamental, el trato de su dueña y los materiales cálidos del edificio. Pero sobre todo aquella mujer enigmática cuidando con mimo a sus huéspedes. Provenientes en su mayoría de todas partes del mundo. Ella les preparaba cenas exquisitas con un menú a base de frutos de mar. Se encargaba personalmente de las comidas por pura vocación y de ir a la cofradía a seleccionar los pescados y el marisco. Y eso hacía que el lugar tuviera un toque aún más familiar. El desde el primer día se quedó prendado de aquella.
Una tierra agreste. Una mujer pálida como un sueño. Era un regalo haber encontrado aquel paraíso en un momento en que todo parecía desmoronarse a su alrededor. Se había separado de su mujer. Y afortunadamente su trabajo como técnico de comunicaciones le permitía viajar y eso le mantenía distraído.
Primero se extrañó que la empresa le enviara a un hotel tan pequeño. No era lo habitual. Pero en la isla se celebrara la fiesta de la patrona y estaba todo lleno. Los trabajos de supervisión y reparación de la antena acabaron antes de lo previsto y aquella mañana se sentó frente al ventanal. Cuando escuchó su voz no se giró inmediatamente. Cerró los ojos como era su costumbre para disfrutar una sensación. Y en seguida se encontró con unos ojos igualmente dulces. Te traigo esta quesadilla herreña. Al probarla no pudo evitarlo, por favor dígame de qué está hecha. Aparte de los ingredientes de la receta, no le puedo revelar el secreto. Si se lo dijera no volvería a visitar este lugar. Entonces no me lo diga. La firmeza de la frase le sorprendió a sí mismo. Después de estar en silencio. Ella empezó a reír. Veo que no la prueba, quizás en otro momento. El se había quedado ensimismado. No sabía si hablar o comer. Todavía me queda un día libre, y me encantaría conocer mejor esta isla. Le importaría….Antes de terminar la frase ella le interrumpió. No me importaría. Pasaron un día entero recorriendo rompientes y pequeños valles de lava. Un mar intenso y espumoso les rozó los pies. Tal era el contraste de colores, que no hacía más que respirar hondo. Un gesto que le devolvía a algo primigenio. No hay palabras para definir esta isla. Ella sonreía complacida. Por la tarde después del atardecer en Valverde y una tapa rápida de tollos en salsa, bañados con vino de Lanzarote, volvieron al pequeño hotel. Esa tarde no entraron nuevos huéspedes y los demás habían decidido cenar fuera. Me quedaría a vivir en este lugar, dijo él en medio de un suspiro. Los inviernos son duros dijo ella, veces el viento lo revuelve todo.
Por un instante le pasó el futuro por delante. Viajando por todas partes, añorando siempre un refugio, la posibilidad de una familia. No sé si aquí está mi lugar pero te prometo que volveré. Y volvió. Y ahora que estaba allí sentado, esperando. Cerró los ojos y saboreó el momento. He vuelto. Olía a madera y a mar. Una voz suave se mezcló con el rumor de las olas, “le he añadido unas gotitas de anís”

Nº 36 Tú y yo

No hay sensación comparable a la que provoca suplantar a otra persona. Nada tan delicioso como introducirse de puntillas en una vida ajena y hacerla tuya. Esta forma de vivir con urgencia, porque somos caducos y cada minuto va agotándonos, es una suerte de hormigueo que nace en las yemas de los dedos y termina culebreando en el estómago.
En toda ciudad hay una estación de autobuses o de ferrocarril, y en ellas una cafetería donde esperan los viajeros y se citan los desconocidos que necesitan precisar un lugar significativo para el encuentro. En esos bares siempre hay, también, alguien que busca. Sólo hay que estar atentos.
Era mi última oportunidad, sólo me restaban dos días para cumplir la semana de vacaciones y tener que reincorporarme a la vida laboral y a cubrirme con mi propio pellejo.
Aquella cafetería no era distinta a las demás. La elegí porque es una estación donde ver pasar los trenes como se ve pasar la vida, sin poder hacer gran cosa. Me recordó a los versos de Paul Borum: Pasa un tren /muere un sonido/ Detente grita la vida /nosotros ya estamos lejos.
Eran las cinco de una tarde veraniega cuando inspiré teatralmente y crucé la puerta. Una ojeada fue suficiente. La experiencia me había convertido en una avezada observadora: en los sillones se acomodaban varios solitarios, algunos con cara de cansancio y maletas y otros, de abandono; había, también, unos abuelos que procuraban sosegar la intranquilidad de una nieta a la que gustaba gritar y pisar la tapicería; una pareja que intentaba aplazar la inminente ausencia comiéndose a besos, y el jolgorio de un grupo de estudiantes.
Me retrepé en un taburete de la barra, con las piernas colgando en el vacío (nunca he entendido porque los hacen tan altos), al lado de una mujer que fumaba cada calada como si fuera la última de su vida.
Él no se hizo esperar; todavía no había mediado mi copa cuando apareció. Vestía vaqueros desgastados y camiseta negra con leyenda, una mochila cruzándole el pecho, gafas de pasta, pelo alborotado y un maravilloso aire distraído. Sólo verlo supe que en esta ocasión no me marcharía de vacío.
Se paró en medio del bar, nos echó un vistazo a los parroquianos y, tras pensarlo un momento, se dirigió a una de las solitarias que hacía dibujos con la cucharilla del café y le preguntó algo. Ella le dedicó una sonrisa, pero negó con la cabeza. No iba a darle otra oportunidad. Me levanté decidida y lo encaré:
– Hola, ¿a quién buscas?
– ¿Eres Isabel?- ligeramente sorprendido.
Asentí. Yo era Isabel, y las yemas de mis dedos cobraban vida. No pude evitar ver el destello de decepción en sus ojos entre el “encantado, yo soy Ramón” y los dos besos de rigor en las mejillas. Supongo que esperaba algo mejor que una bajita, con propensión a culona, que mediaba los treinta.
– ¿Y la cámara?- preguntó.
– En el maletero- respondí decidida.
– ¿Ya has decidido lo que quieres visitar para el reportaje?
– Lo que tú prefieras. ¿Nos vamos? – sugerí, pues no podía permitirme dilatar más tiempo la huida, no podía arriesgarme a que llegara Isabel.

Abrí la puerta de la cafetería, educadamente, para dejarla pasar. Ella no era cómo yo había imaginado. Pensé que nunca conocería su nombre, para mí sería siempre Isabel, como las que llegaron antes que ella y las que todavía estaban por venir.
Teníamos una tarde entera por delante, una tarde y una posible noche, en que ella sería una reportera de una revista de viajes y yo su cicerone antes de que llegara el momento de abandonar la piel de Ramón, de coger el coche que acababa de aparcar antes de bajar a la estación a buscar, y de regresar a mi vida.
Había muchas cosas que desconocía, pero lo que era cierto es que en las cafeterías de las estaciones siempre hay alguien que desea con toda su alma ser encontrado.

Nº 37 Un mal trago

Era viernes, y como de costumbre, Alberto acudió al bar-restaurante de Maria Antonia, tras una jornada agotadora. Allí encontró a su amigo y vecino Joxean, apoyado de pie sobre la barra y con la mirada perdida. Joxean estaba arrastrando un vaso vacío con sus manos temblorosas. Parecía consternado. Alberto se sentó a su lado sin saber qué decir. Tras dejar un par de monedas sobre la barra, le hizo una señal a Maria Antonia para que le sirviera dos copas.
Haciendo caso omiso a la invitación de su amigo, Joxean retiró las manos del vaso, recogió su anorak y salió del establecimiento sin dirigirle la palabra a Alberto, que lo alcanzó de camino al barrio donde ambos residían. No hablaron en todo el trayecto y ni tan siquiera se despidieron cuando llegaron al domicilio de Alberto. Allí, su esposa Sara le esperaba despierta.
– ¡Vacía tus bolsillos! –le ordenó sin darle apenas margen de reacción.
– ¿Qué esperas encontrar? –respondió Alberto sorprendido.
Al no recibir respuesta, Alberto decidió atender la petición de Sara, y vació los bolsillos. Se percató de que no llevaba nada encima y se preguntó donde habría dejado su documentación.
– Fundirte el trabajo de una semana en alcohol no es el mejor camino para afrontar nuestra situación –le espetó con tristeza Sara.
– ¿A qué situación te refieres? Me he encontrado a Joxean en el bar, y parecía abatido. Estaba bebiendo y he decidido acompañarle, pero…
Sara parecía no escuchar a un Alberto atónito ante la reacción de su esposa. El ruido de una puerta interrumpió al honrado trabajador del sector vinícola, que retrocedió para cerciorarse de que la puerta estaba cerrada. Cuando volvió a la habitación vio que Sara lloraba desconsolada. Alberto trató de calmar a su mujer, pero al acercarse a ella, Sara salió corriendo de casa.
Aquella noche Alberto apenas durmió. Su mujer regresó a medianoche, y lejos de disculparse, se metió en la cama dándole la espalda. No comprendía qué podía estar pasando por la cabeza de su esposa. Cuando despertó vio que Sara se había marchado y tras esperarle varias horas decidió irse al bar. Allí se reencontró con la escena de la noche anterior. Joxean ocultaba su cara con las dos manos, mientras Maria Antonia se disponía a servirle una copa.
– No me sirvas mas. He quedado para comer y creo que por hoy ya he bebido suficiente –dijo Joxean mientras se levantaba de la silla.
Con claros síntomas de embriaguez, dejó unas cuantas monedas en la barra y se dirigió a la puerta, como si no hubiera visto a nadie. Alberto salió a su paso, pero al ver el rostro descompuesto de Joxean, no fue capaz de articular palabra alguna y le abrió camino. Cuando volvió a su hogar, Alberto se encontró con la mesa preparada con un apetitoso manjar y a su mujer Sara sirviendo dos copas de vino. Se disponía a preguntarle a qué se debía aquel detalle, cuando le asaltó el sonido de los pasos de una persona a su espalda. Sara recogió las dos vasos de vino tinto y se acercó a Joxean, que permanecía de pie al lado de la puerta.
– ¿Me podéis explicar que pasa aquí? –preguntó un estupefacto Alberto.
Lejos de recibir una respuesta, Alberto vio como su esposa acercó sus labios al de Joxean, hasta que se fundieron en un beso. Alberto sintió como se le paralizaba el corazón. Giró la cabeza desorientado y su mirada se estrelló con la botella de vino gran reserva de 1999 que había descorchado su esposa, y que él había guardado para una ocasión muy especial.
– Creo que Alberto no se merecía este final –dijo Joxean-. Se ha pasado la vida catando vinos, y nosotros brindamos por su envenenamiento con su mejor botella.
Alberto no podía crédito a lo que estaba oyendo. Su mejor amigo y la mujer con la que había compartido sus últimos 20 años le habían envenenado. Aquello debía tratarse de una pesadilla.
– ¡Yo no estoy muerto! –exclamó con todas sus fuerzas.
Alberto se despertó exhausto, empapado de sudor, al tiempo que escuchó la voz de su mujer.
– Procura vaciar los bolsillos de los pantalones la próxima vez –le gritó Sara.
Alberto persiguió a su mujer con una atenta mirada hasta que ésta salió de la habitación. En aquel instante sonó la melodía de su teléfono. Se levantó con desgana y miró a la pantalla del móvil. Saludó a Joxean con voz adormilada.
– ¿Todavía en la cama? Te estás perdiendo un hermoso día. He pensado que podríamos quedar para comer con tu mujer y abrir esa botella de gran reserva. ¿Qué te parece?
Alberto apagó el teléfono sin responder a su amigo y después se dirigió al armario acristalado donde guardaba su botella de gran reserva como si de un tesoro de tratara. Se sirvió una copa de aquel vino color rojo rubí con tonos teja. Mientras acercaba su nariz y sus labios al vaso, pensó: «Si me tienen que envenenar, que sea después de disfrutar de este magnífico aroma». Limpio en nariz, aquel aroma de fruta pasa, ahumado, con un toque de pastelería y ligera punta de acidez le ayudó a superar el mal trago.

Nº 38PARTIDA CALIENTE

Un hexágono o un romboide, ángulos, aristas, cálculos…así era su corazón más o menos. A base de tangentes y bisectrices su “figura” se había transformado en un perfecto “figurín”. Una sola túnica de seda, luego la piel y luego sus oscuras venas. Su sordo palpitar. Un trozo de pastel impecablemente cortado que empieza a secarse por los bordes. Todos sus movimientos son de un respetabilísimo ridículo.

Sus palabras de mermelada golpean en tus oídos convirtiéndolos en bizcocho. Preparan el sándwich que te emparedará entre fino chocolate y nata fresca y ese radical gusto en blanco y negro hará que tu campanilla se contraiga durante días.

Su ritmo de jazz hace que te sientas como un postre en la cámara del pescado, fuera de sitio. Se acerca…su aroma te atrapa y te deslizas por el infinito agujero, estas acojonado. Palpas las paredes, tratas de encontrar una referencia pero eres gelatina y la gelatina se deshace con el calor.
Te estas fundiendo chico, es como si te masturbases tocándote por dentro, introducido en los oscuros túneles y ya estas solo deseando acostarte con ella… cocinar ese manjar.
Pero ella te tiene chico, te esta “estufando” y cuando hayas doblado de volumen te meterá en el horno y tú te inflarás y te convertirás en un buen bollo…entonces ella te podrá rellenar del sabor que prefiera…mmm…

– Los postres de la cinco pasan.
– …
– ¡pasan! he dicho.
– ¡eh…! ¡ah!…jodido, digo oído, oído perdona, si…los postres de la cinco…vale.
– Atontao…

Si supieses en lo que estaba pensando ahora mismo no me llamarías atontao no. Ojala me atreviese a decírtelo en vez de quedarme pasmado mirando como te soplas el flequillo de medio lado mientras revisas tus comandas…buff…que sexy!

Nº 39 AMONA
No soy escritora, ni mucho menos. No recuerdo el tiempo que hace que no llevaba una carpeta entre mis manos. Es negra, discreta, en su interior solamente hay cuatro folios en blanco. Como complemento y algo totalmente inusual, llevo también en mi bolso un bolígrafo bic, color azul y aún sin estrenar. Hoy la cafetería está, como de costumbre, a medio gas. Lo típico a estas horas. Casualmente no voy acompañada por mis dos amigas de tertulia. Hermi tiene gripe y Paqui ha tenido que ir al hospital a visitar a un familiar. Esta tarde, tras la comida me he acordado de aquello que hace ya un par de días me comentó mi nieta, la avispada de mi nieta. Qué lista ella.
-Amoma, me he enterado de que hay un concurso de relatos que trata sobre cafeterías- me soltó- y tú que andas tanto en ellas…
-¿Un concurso de relatos?- pregunté siguiendo su juego.
-Sí, además tu letra es tan bonita que he pensado que podrías presentarte- acertó en resolver.
-¡Huy!, pero si yo hace que no escribo, vamos, una barbaridad…- le dije sorprendida y a la vez halagada por aquella atención inesperada.
-Venga, seguro que a ti se te ocurre algo que contar, ¿me prometes que vas a escribir? Además solamente se trata de una página.
-Bueno, no te prometo nada, ya veremos.
Hoy he comido tranquilamente, como lo hago desde hace años, sola en mi casa desde que murió mi marido. Con el café de la sobremesa, me ha venido a la mente aquella conversación. No he querido ver las noticias más bien porque esos pensamientos, veía yo, iban despertando una motivación hacia aquello que un día me gustó de veras; la escritura.
No tenía intención de salir. Total ninguna de mis compañeras iban a acudir a la cita diaria de tomar el café de la tarde.
Sin embargo, comprendo que las paredes de mi casa se me echan encima. La soledad es compañía obligatoria desde hace ya mucho tiempo. Mucho más del que yo quisiera. No lo he meditado mucho. Cuando ha venido, lo he decidido; ¡Voy a escribir esa dichosa página, lo haré por mi nieta! Como digo, esas paredes de este pequeño piso se han juntado más que de costumbre y, al hacerlo, me han expulsado de casa invitándome a salir. En la cafetería encontraré la inspiración, me he dicho.
En una pequeña mesa adornada con cuatro sillas, tres de ellas vacías, un cenicero sin usar y un servilletero repleto pintado por una publicidad llamativa, me encuentro ahora. Con la carpeta negra, ahora vacía, encima de una de las sillas y sobre ella está mi inseparable bolso. Los cuatro folios aún en blanco sobre la mesa, el bolígrafo sin estrenar…, mi café con leche bien calentito y mi mano derecha sobre esos papeles agarra nerviosa ese bolígrafo que espera ser utilizado, a la vez mi mano espera también ordenes de esta cabeza que curiosamente a su vez anda esperando algún atisbo de inspiración.
Miro a mi alrededor. Mis ojos no la ven por ningún lado. Resulta curioso, pero todo me parece idéntico, todo se encuentra de la misma manera en que vinimos al establecimiento por primera vez. Quizás alguna persona que otra logra entrar, tomarse algo, leer la prensa, mirar sin mucho interés al televisor, pagar lo que se debe y salir de la misma manera que entró. Vuelvo a mirar a mi hoja en blanco, a mi mano inquieta y descubro que me cuesta. No lo creí tan difícil. Apenas llevo unos minutos con esta guisa y me siento fracasada.
Observo el suelo. Baldosas blancas se entremezclan con las negras y entre todas forman un peculiar tablero de ajedrez. Curiosamente, cada pieza tiene cuatro patas. No respetan ningún tipo de regla y si bien la mayoría del tiempo se encuentran inmutables, en ocasiones, otras piezas, esta vez de dos patas las mueven para situarlas sin ningún tipo de patrón. Si bien me consta que todos los días, este tablero, se limpia, para estas horas ya se encuentra lleno de la suciedad de zapatos de todas clases, servilletas usadas, palillos de madera que hicieron su función y alguna colilla que otra que repentinamente va siendo desplazada, inconscientemente, por esa clase de piezas de ajedrez que poseen dos patas y que a veces dejan de pasear, para quedarse como yo; inmóviles y sin nada que ofrecer a este condenado papel en blanco.
Mis ojos van al techo. Un blanco, que en su día fue impoluto, se muestra hoy imitando a cualquier mineral de aspecto terroso y ocre. El ventilador, no cesa en su empeño de girar sus aspas e, inmutable en su labor, revuelve las estelas de un humo que los cigarros sueltan mansamente. Ahora, ante tal evento mi mente acciona el interruptor y lanza un mensaje a la mano inquieta que con el bolígrafo escribe… escribe… y comienza a disfrutar del recuerdo de algo olvidado.

Nº 40 Buenos amigos
Como soy una persona leal y de principios sólidos, me parecía que el asunto que debíamos tratar mi buen amigo y yo, merecía ser atendido con cortesía. Últimamente no se había portado bien. Hacer inventario de veinte años de amistad resulta una tarea ardua, sino imposible, no obstante, haré un breve repaso: Las primeras normas paternas quebrantadas, escapadas nocturnas, los nervios previos a las primeras citas o los primeros trabajos, viajes, ilusiones, alegrías, y aunque me avergüence algo decirlo, algunas mujeres…
En aquella cafetería habíamos pasado juntos muchas tardes, nos gustaba aquel rincón en la penumbra desde el que podíamos atisbar en silencio y con disimulo el paso de la gente. Sí, definitivamente, aquel era el mejor lugar para sopesar la importancia de su traición. En honor a la verdad, debo decir que no todo había sido bueno a lo largo de aquellos años, en los que, naturalmente, también hubo malos momentos y sinsabores. Si mal no recuerdo, nuestra discusión más importante fue la última navidad. Lo recuerdo muy bien, después de tomar la última copa de noche vieja, o la primera de año nuevo, según se mire, el enfado fue de tal calibre que decidí no volver a verle jamás. Afortunadamente, creo, el enfado pasó, y seguimos disfrutando de nuestra amistad sin volver a hablar de aquel asunto, aquella discusión sobre la que ambos pasábamos de puntillas, pero que, a buen seguro, había dejado una sombra imborrable.
El camarero me acercó un café. En la cafetería la gente se mostraba contenta. Era viernes, y se palpaba alegría y ambiente festivo, ajeno al conflicto, si no tragedia que se avecinaba. Y es que a medida que iba pasando el tiempo mi talante se iba ensombreciendo. Mientras esperaba pensé mil cosas: Que no era para tanto, que mejor sería olvidarlo, pero por otro lado también me acordaba de consejos y avisos, algunos de esos que hieren tanto, sobre todo cuando van acompañados de un “ya te lo advertí”, también escuché unos cuantos, “eso se veía venir”, y algún que otro, “cuanto antes mejor”.
Se hacía tarde, los parroquianos habían ido abandonando el local, y el camarero comenzaba a mirarme con cierta premura. Como no me daba por enterado, empezó a barrer con discreción, que es esa manera diplomática que tienen algunos buenos profesionales de darnos a entender que ya va llegando el momento de marcharnos. Empezaba a aburrirme y por distraerme repasé los últimos análisis médicos que me facilitaron por la mañana, nada que no supiera ya, cada día más de todo. Los volví a guardar. En fin, el asunto ya no admitía demora. Saqué un cigarrillo, lo encendí.
El humo me produjo un intenso placer, aquello no iba a ser fácil, otra chupada igualmente placentera, y dibujé unos aros nítidos en el aire. Después deposité el cigarrillo en el cenicero y lo dejé humeando, trazando arabescos de forma caprichosa. Mientras me dirigía a la puerta me atenazaba una terrible sensación de soledad y abandono. No pude evitar echar un último vistazo. Allí quedaba mi buen amigo humeando hasta extinguirse sin remedio. Era su destino, y el de nuestra malsana amistad.

Nª 41 ARDOTEGI (1939)

Las velas añadían un cariz siniestro a nuestros rostros, llenándolos de sombras lúgubres. Desde el fondo de la estancia en penumbra, llegaba una figura oscura que ganaba en matices conforme avanzaba hacia la luz temblequeante que tremolaban los pabilos. Se retorcían las llamitas en chisporrotazos brillantes y llenos de humo. Nadie podía saber cuánto tiempo podríamos permanecer allí. Cuándo habríamos de volver a huir. Era difícil reconocerse después de todo. Acostumbrábamos a definirnos más por nuestra ausencia que por nuestra presencia misma. Se nos identificaba por el vacío que dejáramos al huir más que por nuestro existir físico en el pueblo –siempre brevísimo y muy de cuando en cuando-. Es así, que resulta muy complicado ahora hablar de nosotros. ¿Cómo hablar de algo que se define por su ausencia, por su no estar? Hablar de palabras mudas, de bailes fantasmales, de canciones y de risas invisibles, de sentimientos y vidas inubicables, etéreas. Ese olor de labradores que se respira en nuestra ausencia y que palpita, violento y genésico, en la tierra. Y es que es un aroma de montaña y despedidas repentinas.

Ha llegado un momento ya en el que soy incapaz de recordar una vida diferente a ésta. No recuerdo qué hacía antes de convertirme en una ausencia presencial, en un humo que avanza, blando, hacia el último techo de la tasca de nuestro pueblo. En el último techo, antes de convertirme en humo, digo, volví a besar a Luna. Un besar violento, urgente para que permanezca por más tiempo en nuestros labios. Interrumpo a cada rato la escritura para respirar mi propio hálito, aún invadido dulcemente por el suyo. Este hálito de Luna termina por desaparecer a base de repetir obsesivamente la operación descrita con anterioridad, hasta que se agota y expira en mis pulmones para quedarse. No sé si me acostumbro a esta presencia mía fantasmal, a este amor entre espectros, a esta simbiosis de alientos. Pero lo cierto es que no sé, no puedo amar de otra manera ni ser de otra forma. Sencillamente, estamos marcados y no sabemos vivir de otra manera. Huyendo, volviendo, escapando, vida puro frenesí. A estas alturas de la resistencia (resistencia…), incorporarse a una vida normal en el pueblo equivaldría a entregarse, a dejar de ser… Y es que somos como los sueños auténticos que nunca renuncian. O terminan por cumplirse o mueren junto al soñador, abrazaditos los dos en el intento. Eso y que nuestra vida es puro tránsito, pura resistencia –no puedo imaginar que vivir sea otra cosa…

Ahora desde las montañas me siento incompleto, sé que una parte de mí se quedó en la taberna del pueblo, una parte de mí que sigue danzando ausencias, una parte de mí que sigue besando la fantasmal boca de Luna, un parte de mí que sigue embistiendo contra una pelvis de sombra. Es esa mitad de la tasca la que siempre me dejo allí, que nunca se escapa conmigo, que sigue girando bestial, dibujando la figura feliz de Luna. Ahora, desde las montañas, estoy deseando bajar de nuevo a esa tasca para llenarla de mi cuerpo. Ahora, que me acompañan eternas estas montañas nostálgicas, esta casa entre velas, este olor verde de esperanza, de dignidad y de resistencia. Estos riscos cómplices que absorben mis lamentos por una causa que parece perdida, por una voz cívica que se resiste a ser silenciada. E imagino a Luna en nuestra tasca, en la tasca buscándome en cada nota, en cada cigarrillo a medias. De las dignas montañas a la libertaria tasca. Necesito recoger mi espectro para besar a Luna auténtica. Allí, en nuestra tasca, a pecho descubierto, ciñéndote Luna y disfrutando con el gesto libre de mis compañeros. O el regazo blando de las montañas o la taberna. Ambos úteros gestan mis dos mitades que se niegan a bajar la cabeza, a someterse a una atroz dictadura que desoyó las voces de un pueblo. Mis dos mitades contra el mundo si hace falta para abrazarme a Luna y poderla mirar a los ojos sin reproches, sin excusas, sin mentiras. Y es esa taberna prueba de veracidad porque allí soy, porque allí somos. Y aunque después queden sólo nuestras sombras, nuestros hálitos fugitivos que salieron con prisa, nuestras medios cigarrillos por medio fumar o nuestros medios chatos de vino por medio beber, se respira en la tasca, a pesar de que la contaminen las fuerzas de la represión al irrumpir en nuestro santuario, un penetrante olor de dignidad y una aquiescencia espectral libertaria, por no hablar de los ojazos de Luna que hieren-con-solo-mirar o de su escote, abismo ancestral de lo divino.

Desde el suelo, hiperventilando como una bestia, espero que recibas esta última carta y que la leas en nuestra taberna para conjurar mi presencia fantasmal, para que beses mis labios espectrales dibujados por estas líneas finales escritas para volver a ser esa sombra que gira y gira y que queda atravesada por tus ojazos y que se asoma pícara al balcón de tu escote.

Nº 42 Una tarde de suerte

Esperar… Abanicarse con el plastificado menú del día cuya piel contiene un fichero policial de huellas sudorosas…hambrientas. Restregar con la mirada el cristal en busca de una minifalda jugosa… Hundir los dedos en el vaso rallado para sacar el limón despeluchado que un camarero despistado ha colado en tu refresco de naranja…no me importa. Amo los garitos de todo tipo y siempre perdono a los camareros. Groseros, surrealistas y altamente cualificados, me da igual, me resultan atractivos…Para mí son un colectivo romántico. Sus vidas me las imagino plagadas de ardides para esquivar el suicidio. Me gustan, me identifico con ellos. Tengo, por supuesto preferencias, las bandejas por ejemplo. Me puedo pasar horas mirando a los camareros flirtear con mesas y sillas, contoneándose entre ellas mientras sin prestar atención ninguna a la bandeja la desplazan de aquí para allá llena de consumiciones. El arte que ponen en amontonar los desperdicios para apurar al máximo su capacidad y ahorrar paseos. O, por el contrario, el constreñimiento absoluto de un primerizo, que se agarra a ella con desesperación en un intento de no volcar su contenido. Y, a fuerza de no perder de vista la bandeja, tropieza constantemente con sillas y comensales que le miran con desaprobación. Ah! Que turbadoras expresiones muestran en hora punta y como se relajan sus rostros cuando termina el servicio. No se cansan de hacer síes con la cabeza mientras tratan de escribir en su libretita las voraces peticiones de los clientes. Sus manos tiemblan de continuo: del boli al abridor, del abridor al delantal…a estos siempre les dejo propina. Adoro ver su sonrisa al recibirla. No creo que sea tanto por la cantidad como por el reconocimiento y el breve instante que les regalo para reposar de ese ritmo que siempre se les adelanta. Suelen agradecérmelo con un cestillo de patatas fritas que pruebo por no ofenderles aunque no me gustan. Cuando la asiduidad me lo permite y logro verles evolucionar, gozo como un padre el día en que su hijo se gradúa cum laude. En vez de esconderse tras su chaleco caminan con la cabeza alta. Su repertorio de frases ha crecido y son capaces de poner en su sitio a cualquier cliente molesto, los más avispados hasta hacen chistes. Reciben las propinas con una suave ironía que incomoda a quién suele hacer este tipo de cosas destinadas a un tercero que observa. Me siento orgulloso de ellos.

El camarero se acerca y deposita algo en mi mesa. Su mirada, mezcla de rabia y dignidad, me inspira gran compasión. ¿He de sacarle de su error? ¿Para qué? ¿Qué terrible error ha podido cometer esta criatura que no sea reversible o perdonable? ¿Acaso somos los clientes “profesionales”? me temo que no. ¿He de dar la posibilidad a algún desalmado de desatar su estresada prosa? Tal vez sea un golpe de suerte. La posibilidad de dejar constancia real y legal de mi amor por la hostelería. Veamos… “¿Cómo empezar? Ya sé: Esperar…” El camarero me observa desconfiado desde lejos, debe extrañarle lo mucho que tardo en redactar mi queja ¡pronto! He de darme prisa no sea que alguien se percate de lo que sucede y corrija el error. A mi lado un cliente furioso agita su manga llena de tomate entre aspavientos. Esta tan concentrado en su rabia que no se ha fijado en que ha sido a mí a quién han traído el libro de reclamaciones. Vale, bien, creo que con esto termino… a ver…si: “me siento orgulloso de ellos.” Creo que me ha quedado bien…vale, ya esta:- “! Camarero, por favor!” ya se acerca, lo voy a conseguir. Mira con que decisión se dirige hacia mí… que pena no poder ver su cara cuando lea lo que he escrito

Nº 43 THE CLUB

Lejos de la ajetreada vida que proporciona las mañanas en una gran ciudad, se descalzó

los zapatos mientras masajeaba suavemente y con placer su pie derecho.

Pensó en acudir a ese punto de encuentro de solitarios, divorciadas y canallas…

Un baño reconfortante a la luz de las velas, mientras el olor a Pachulí del incienso,

penetraba en sus cinco sentidos.

Traje de noche, zapatos de tacón, bolso de mano y bisutería barata para la ocasión…

Atravesó la urbe que a eso de la una de la madrugada parecía desconocida, y entre

las luces de neón de la publicidad competitiva y organizada, guió sus pasos al

Midnight Club.

Alfombra roja y seguridad para Lola.

Luz tenue y humo de tabaco animaban el ambiente.

Fauna nocturna, club de desamparados, güisqui y sifón…

Al fondo, un piano amaestrado por esas manos que seducían con su movimiento.

La chica de color, entonaba el mítico Bagdad Café, y uniones efímeras que acabarían

con el cigarrillo de después, empezaban a florecer.

El show iba a comenzar y el ambiente cada vez era más cálido, más acogedor.

Alguien rozó su espalda y sin pensarlo decidió colgarse de la madrugada…

La boca del metro fue testigo de esa madrugada de pasión y crueldad.

Sin quererlo, se vio obligada a encender el cigarro del después, empapada en el

sudor y en las babas malolientes de aquel sucio villano, que con mil palabras,

hizo que esa noche vendiese a precio de costo, su alma al diablo…

44º UN CLAVEL

Como Mario Postigo, aquel barman cerraba a las 5 la barra de aquel viejo café. Como todos los días desde hace 25 años, aquel barman, a quien los años ya le empezaban a pasar factura, llegaba a su casa cansado y saludaba sin mucho afán a su esposa quien le esperaba con el desayuno preparado; un par de tostadas y café.
Aquel barman de aquel viejo café, había perdido hace años la ilusión por su trabajo, por servir los cafés que tan buena fama le dieron al bar, por llenar la barra de birras en días de fútbol mientras el local rebosaba de forofos del equipo de su ciudad…Limitaba a pasar las horas detrás de la barra viendo las horas pasar.
Asiduo del local era un apuesto hombre que rozaba los 40 años. A su paso, un fuerte olor a tabaco y Brumel. Sentado en la misma esquina tomaba siempre su copa y entablaba conversación con el camarero, quien con el paso de los años se había convertido en su confidente y amigo. Hacía meses que le había confiado al resignado camarero que las cosas con su esposa no marchaban del todo bien. Desde el más sepulcral de los silencios, el camarero sentía una profunda empatía con él. Comentaba impasible, cómo había conocido a una mujer por un chat, y cómo habían decidido cual jóvenes quinceañeros reunirse en aquel mismo bar dentro de un par de semanas. Explicaba como aquella mujer conversación tras conversación le había logrado comprender mejor que nadie; ella y sólo ella.
Durante los días siguientes los nervios se apoderaban del cliente, mientras el fiel camarero preparaba manzanillas al nuevo adolescente. En el día señalado la pareja de enamorados llevaría un clavel en la solapa. Así había sido acordad. Nada podía salir mal, ambos estaban destinados: medias naranjas, dos almas gemelas que se terminaban encontrando.
En casa del nervioso cliente la llama se había terminado por apagar, notaba a su mujer cada día más distante, si bien él ya no se preocupaba.
Por fin llegó el señalado día, él llevaba horas en el mismo taburete que siempre mirando fijamente a la puerta mientras removía la copa que hacía tiempo que había dejado de contener líquido alguno.
De repente el tiempo pareció pararse, a pesar del ruido del gentío parecía como si en la sala reinase el mayor de los silencios. Ante los ojos de él se encontraba una hermosa mujer con un clavel en su ajustado vestido. Una cara familiar, una cara conocida, la cara de la mujer con la que había compartido lecho durante los últimos 25 años. Se miraron fijamente, los ojos se les inundaron de lágrimas. Pasaron 5 largos minutos, el pavor les impedía articular palabra. Una vez más la falta de comunicación. Ella salió por la misma puerta que minutos antes le había visto entrar con total ilusión. Él permaneció sobrecogido en aquel rincón de la sala.
Aquel día el camarero había recordado por qué había decidido dedicar su vida a aquel sacrificado trabajo: las historias que en él trascurrían. Había mucho que aprender. Aquel día la persiana del viejo café fue echada mucho más pronto de lo habitual.
Mientras, en casa le esperaba su mujer aquella a la que no iba dejar escapar.

Nº 45 Citas a ciegas.

“Eran ya demasiados desengaños, pero algo dentro de mí, tal vez la soledad, me arrastraba a afrontar un nuevo riesgo; una nueva cita, casi a ciegas, con alguien casi desconocido. ¿Qué podría ocurrir, que nuevamente sintiera pesar sobre mí la sombra del fracaso?
Iría al bar convenido, me sentaría en la mesa del rincón más escondido, pediría la consumición acostumbrada, me fumaría media cajetilla de cigarrillos, sostendría desafiante las miradas compasivas de los camareros y, si no llegase, abandonaría el local, triste, sí, pero con dignidad, aunque sea fingida, y volvería sola a casa una vez más, ya fuese a pie, ya en taxi”.
Eso pensaba la víspera; lo que siguió después ya lo conoces, aunque te enterases tarde. Perdóname si vuelvo una vez más a recordarte cómo pasó:

II

Las luces rojas de las lámparas angustiaban al aire con sus brillos opacos. El humo de los cigarrillos, que se apagaban lentamente en los ceniceros llenos, densificaban la atmósfera hasta hacerla espesa. Despacio, los clientes cruzaban el bar, empujaban la puerta giratoria, se estremecían con el frío de la niebla y se iban.
Yo, sentada, ya al borde de la indolencia, permanecía en aquel sitio del último rincón del reservado. Una mesa en el centro y una silla vacía frente a mí.
Los camareros se afanaban en recoger los restos de los últimos servicios. La señora de la limpieza empezaba a desparramar el primer aserrín húmedo por el suelo.
Al fin, con un rictus entre amargo e indiferente, abandoné el local. Eran las dos de la mañana y seguía sola. La casa fría me esperaba y sentí prisa. Decidí tomar un taxi pero en la parada no contestaron a mi llamada. Traté de erguirme y emprendí la marcha de regreso a pie, a través de calles solitarias, con un tráfico anémico a aquellas horas de la noche.

III

Hoy, que han pasado los años y tengo la cabeza recién teñida; ahora que es necesario hacerlo con frecuencia ya que las canas pugnan tercamente por volver blanco el cabello; ahora, repito, a pesar del tiempo que ha pasado, todo me vuelve a la memoria como en un viaje en el tiempo hacia el pasado. Te miro, retomo los recuerdos y no puedo por menos que sentirme melancólica.
Aquella noche en que me cerraron el bar y con él parecía que se me cerraba la última esperanza, retorna de forma irremediable a mi memoria. Vuelvo a la calle oscurecida por la niebla, compruebo que el bar se ha convertido en un Mac-Donalds, y sigo inevitablemente, como si un imán me atrajera, hasta la puerta de la clínica adonde te envió aquel absurdo accidente de moto y que tanto pudo influir en nuestras vidas. Pienso en cómo nuestras vidas y nuestro futuro pendieron de un hilo más débil que la niebla. Un accidente tonto pudo romper antes de tiempo algo que aún no había nacido.

IV

Y pienso en ello hoy, después de tantos años en que, aclarado el entuerto, devoramos con ansia el regalo que nos hizo la vida.
Ahora, en un minuto, he rebobinado la vida entera. En este minuto que ha pasado desde que he llegado otra vez a la misma clínica que una vez me arrebató la ilusión, y que hoy vuelve a jugarme una mala pasada.
Me han dado los resultados. La biopsia ha sido positiva y ello me anuncia una nueva cita a ciegas. Esta vez, una cita a ciegas con la muerte.

Nº 46 DESPIDO
No recuerdo, en este instante, un momento tan desastroso como el de ahora. Hasta el momento todo iba bien. Si bien es cierto que siempre resulta un verdadero lastre hacer frente a la dichosa hipoteca, el bendito sueldo mensual contribuye, a duras penas, en ir resolviéndola. Como digo, a duras penas. Camino ahora mismo por la calle pensativo, meditabundo, tanto que me es imposible vislumbrar los copos de nieve que, con delicadeza, se posan sobre mi abrigo. Bailando suavemente con su peculiar danza. La calzada está húmeda y no llega a cuajar. Por la calle pocas almas se divisan, y entre ellas, la más miserable, sin duda, es la mía. Mi congoja va en aumento. Resulta que esto se veía venir. Llevamos meses viéndolo, las noticias nos lo dicen todos los días, siempre te quedas con la mosca detrás de la oreja y comprendes que es difícil que te llegue a tocar a ti. Me ha tocado. De veras que toca. Impotencia, incredulidad, duda ante lo que pueda venir. La empresa iba bien, sí que es cierto que el trabajo iba descendiendo paulatinamente, pero de ninguna de las maneras entraba en la cabeza de que iba a suceder lo que me acaba de ocurrir hace apenas veinte minutos:
-La corporación va a ser reestructurada para hacer frente a los embates de la crisis. Sabemos que eres un potente valor en nuestra firma pero, a pesar de ello y sintiéndolo mucho, nos vemos obligados a prescindir de tus servicios.
Todavía, me consta, llevo puesta la cara de imbécil que se me ha quedado. Mi jefe me lo ha dejado claro. Se supone que para él es un duro varapalo (o eso es lo que ha querido dar a entender). Pero mi situación resulta ser la más perjudicada. No, de ninguna de las maneras les voy a comprender. Lo mucho que me he esforzado en todos estos largos años por sacar el tajo adelante, las horas que he metido, esas jornadas interminables y esas noches sin dormir por ser incapaz, imbécil de mí, de dejar el trabajo en donde tiene que quedar cuando acaba la jornada, en la oficina. Sin apenas darme cuenta voy echándome, una y otra vez, a la espalda tales pensamientos que se convierten en una verdadera losa a transportar. ¿Cómo se lo digo a mi mujer?, ¿saldremos adelante con la subvención?, ¿cómo se lo tomarán mis hijos?, los recibos son muchos y por supuesto carentes de piedad…
Veremos cómo se portan con la indemnización. Me duele la cabeza, la presión va en aumento, tengo miedo, indecisión, estoy por ponerme a llorar, a gritar, a golpear de rabia lo que me rodea, no lo sé, la impotencia me tensa y me resulta difícil hasta respirar. Los pensamientos me acechan como si de un enjambre se trataran y los tengo encima, alrededor de esta cabeza cabizbaja.
Siguen cayendo más copos de nieve, continuamente sobre la calzada, las aceras, sobre todo el movimiento de esta ciudad con sus coches, sus pitidos, sus rugidos sordos e incansables de motores, sobre estos edificios monumentales, sobre los bancos, jardines, semáforos, señales, sobre esta humedad que todo lo engloba, sobre los paraguas de los transeúntes, inmersos, como yo en sus pensamientos. Unos pensamientos, sin duda más halagüeños que los que me acompañan. Mi abrigo comienza a mostrar signos de flaqueza y siento un frío en mis derrotados hombros, me percato de la humedad y, sin mucho afán, me acerco a la puerta de la cafetería más próxima. Al entrar, un universo completamente diferente al mío: música alegre, gente en las mesas hablando, tomando sus consumiciones, gente en la barra leyendo la prensa, humo de tabaco en un ambiente cálido y seco…
-Buenos días, ¿le sirvo algo? – me recibe con una sonrisa una camarera joven, guapa y rebosante de energía.
-Café con leche y… ponme un pincho de tortilla.
-Ahora mismo.
-Cóbrate – Deposito cinco euros en la barra.
-Ahí tiene, gracias- Recojo las vueltas mientras la chica se marcha ágilmente para solucionar su peculiar ajetreo.
Al calor del ambiente y al de la música alegre se suma el agradable sabor que me proporciona el sorbo de un café que, curiosamente, reclama ansioso mi atención. Surge en mí una tenue sonrisa que desplaza, por momentos, el colapso mental. Éste desaparece por completo al saborear el primer trozo de mi pincho. Consigo deleitarme con el momento. Todo ha quedado atrás, relegado a otro lugar. Ni me imaginaba el hambre que tenía. Pasan unos minutos más raudos de lo que quisiera pero bien que ha merecido la pena la decisión. Me deleito con la música y me siento a gusto, me siento involucrado con el ambiente, fluyo con el entorno y me quedo satisfecho ante el agradable ámbito del establecimiento. Decidido, busco una servilleta en la que leo el nombre de la cafetería y me la guardo en el bolsillo. Realmente satisfecho, con el estómago lleno y con un calor agradable que me ayudará a soportar el gélido ambiente exterior, salgo no sin antes pronunciar un sincero «Gracias».
Sigue nevando en la calle. Sigue sin cuajar, no hace viento pero sí un frío despiadado. No doy más que unos pasos y descubro en frente de mí a un indigente sentado en la acera. Resguardado de los inquietos copos de nieve, abrigado, desarrapado. Cabeza y barba enmarañada y sucia. Un recipiente en el suelo. Al acercarme, le miro con recelo. Sus ojos brillan tristes bajo unas cejas bien pobladas. Aparto la vista y siento que su mirar me escudriña. Vuelvo a mirar esos ojos que claman piedad y mientras me paro en frente de él, voy sacando mi cartera. Encuentro las vueltas de mi almuerzo y las cojo. Al instante, descubro otro billete de cinco euros. Sin pensar un segundo más, suelto la calderilla y sacando el billete hago ademán de entregárselo. Descubro entonces una sonrisa no ya solamente en su rostro, sino también en aquellos ojos tristes que logran completarla. Al acercar su mano, no le entrego simplemente el billete, le acompaña, ahora, la servilleta de la cafetería.
-Merece la pena- consigo decir mientras su triste sonrisa acompaña a mis palabras.
-Gracias.
Ahora, andando por la calle, descubro lo afortunado que me siento.

Nº 47 LA CASA SIN PUERTAS
Domingo. Diez de marzo. Diez de la mañana. Cristales sucios. L as sendas de Punta Galea están mojadas. Llovía y el día estaba gris, y la bruma cubría parte de la ensenada. Las torres del Puente Colgante emergían de la bruma que envolvía, cual algodón aterciopelado, todo Portugalete, Getxo, Sestao y parte de la bocana. Posiblemente cuando levantara la bruma dejara de llover, pero no se iría el txirimí, que parece no mojarte, y que al cabo acabas empapado. Hoy no estaba el día para coger la bicicleta y pedalear por las sendas de Punta Galea, o acercarme a Sopelana, o ir a Los Castaños por la estupenda pista ciclista. Periódico, desayuno en Txiqui, y luego me acercaría a Fadura. – Hostia tú, ¿estás buscando piso? – Pues sí Txiqui, hace años que estoy de alquiler y tengo la sensación de estar pagando el piso a otro – ¡Hostia! ¡ pues claro, joder! -. Txiqui nunca se quitaba la txapela. No sé si era nueva o usada, pero siempre la llevaba como si ese día la estrenara, con su gran rabo arriba y ladeada tapándole una oreja. Cuando creía tener algo importante que decir, con la mano derecha la giraba, tapaba la oreja opuesta y soltaba la idea. – Hostia tú, en Neguri vende la ciega, se va con su hijo porque ya no puede vivir sola. Es un primero. Y la zona es cojonuda. Por verlo no pierdes nada. – Llevas razón Txiqui, tengo que empezar por algo. ¿A qué ciega te refieres? – Hostia, pues claro, cojones. ¿Quién es la ciega? ¡quién ha de ser! La que nos trae el cupón, joder, pregunta en Neguri donde vive.- ¡Ah! Ya, la que lleva un perro color canela.- La misma, ¡hostia! – Cloe vivía en un primero. Estaba alto. Al portal se accedía por un tramo de escalera amplio, con un jardincito en el lado izquierdo repleto de pensamientos, geranios, tulipanes y lavandas. Dos madreselvas iniciaban y terminaban los jardincitos de la escalinata. En la parte opuesta, un pasamano servía de apoyo para la subida y bajada de la escalera. La estructura de la casa era como un gran chalet de cuatro pisos. El tejado a dos aguas con inclinación pronunciada y un alero enorme. La fachada de ladrillo visto, terrazas simétricas en ambos lados, y ventanales viejos y nuevos. El de Cloe tenía los ventanales viejos y deteriorados. Los balcones estaban adornados con tiestos con geranios, pensamientos y siemprevivas.- ¿Quién es? – Señora Cloe me han informado que vende el piso, no sé si estoy en lo cierto.- Cloe me franquearía la entrada al piso después de pedirme paciencia para arreglarse. En la calle llovía y el tiempo se había enfriado. Esperando, en el portal, pude ver que las ropas de los vecinos pendían de los tendederos que daban a la entrada, eso no me gustaba. Los tendederos de las casa deben estar ocultos o disimulados con celosías; así, a simple vista, las bragas del segundo eran grandotas y los sostenes enormes, las del tercero eran minúsculas y con ribetes, y los slips y bragas rojas, que estaban en el cuarto, sugerían francachelas nocturnas. Cloe era una señora alta, delgada, con gafas oscuras y un porte magnífico. Junto a ella estaba su perro Frodo. Frodo era un perro de raza golden, pelo color canela cuidado, rabo como un plumero, pelo largo en las patas, fauces perfectamente encajadas y ojos negros bondadosos. Con las orejas caídas me miró y tuve la impresión que me inspeccionó con detenimiento, se sentó sobre sus patas traseras al tiempo que emitía un pequeño ladrido.- Bien Frodo, tú crees que este señor es de confianza y podemos dejarle pasar. – ¡Guau! ¡guau! – La casa, en su interior, no tenía puertas. A la izquierda la cocina, a la derecha el salón, al terminar el pasillo tres habitaciones y el baño. Una habitación daba a una pequeña terraza en el exterior en la parte trasera del edificio. Las ventanas, los marcos de las puertas, los muebles de la cocina y el baño eran los de obra – Este pido necesita tirarse entero – Eso lo sé, pero el precio que le pido está en consonancia con ello, si lo que usted dice estuviera así el precio sería otro. Cloe se dirigió al mueble de donde estaban las tazas y los vasos. Ella tendió las manos para coger lo útiles y Frodo le guiaba, dándole pequeños toques en las pantorrillas con el hocico, en la posición correcta. Cuando el vaso estuvo al alcance de Cloe, Frodo le dio dos veces con el hocico. Los ojos de Cloe eran los de Frodo. Llegamos a un acuerdo..Lo he renovado. Frodo se mueve a sus anchas en la casa sin puertas. ¡Hostia tú!¡de puta madre!¡y sin puertas! ¡es cojonudo! Decía Txiqui el día que lo inauguramos yendo sin parar de una habitación a otra y dando vueltas a la txapela. ¡De puta madre! ¡ hostia qué idea esta de las puertas! ¡cojonudo! ¡Gua! ¡guau!, asentía Frodo. Duermo tranquilo, cualquier ruido – que no es normal en la casa – hace que Frodo se levante, y me dé con el hocico en la cara para despertarme ¿Eh? ¡No pasa nada Frodo! Y volvemos a dormirnos.

Nº 48 NECESITO ESTAR AQUÍ
Cada mañana, desde que tengo uso de razón, lo que ilumina el nuevo día es el tentador aroma de café que se respira en nuestro bar. Hace ya tres generaciones que este noble establecimiento está en nuestra familia, y desde ese primer día en que mi abuelo abrió lo que en aquel entonces llamaban fonda, justo delante de una parada de carros, desde ese primer día, algo hay en nuestra sangre que nos obliga a seguir. Una de las cosas que más me gustaban cuando era niño era ver a papá y al abuelo detrás de la barra, en alegre tertulia con los parroquianos, y llamándolos a cada uno por su nombre. Ya desde primera hora, cuando el olor a café invadía toda la tasca, estaban los dos hombres de buen humor. Gustaba de acercarse por el lugar un noble escritor de entonces, que decía que se inspiraba viendo a mi madre cocinar y a mi abuela pasar la bayeta por las mesas. Yo era un mocoso por entonces, y solía sentarme detrás de la barra a escuchar las conversaciones de los mayores. Recuerdo claramente cuando a Pedro “El sordo” le robaron el cerdo. Hubo en aquella casa un disgusto mayúsculo, pues pretendían que el gorrino fuese el alimento de todo el año. Iba el pobre hombre cada mañana a lamentarse, y mi padre apenas tenía palabras de consuelo, solo se le ocurría decir que al menos tenían salud, y con salud todo se supera. También me acuerdo de cuando Iñaki tuvo un varón, después de haber tenido tres hijas, y trajo farias para todos. A mí no me dejaron fumarlo, pero mi padre lo metió en un bote para cuando “fuera hombre”. Otra de esas ocasiones memorables fue cuando el Atlethic ganó la liga. Ahí fue el no va más. Corrió el vino por la tasca que era gloria verlo, y Don Karlos, que tenía un hermano en Francia, nos invitó a Champagne. Eran tiempos felices aquellos. Mi madre y mi abuela eran conocidas en todo el lugar por lo bien que cocinaban, y yo era un chiquillo feliz con una infancia diferente, pero me sentía muy querido. Nunca faltaba un saludo para mí cuando entraban los clientes, y siempre me hacían regalos en mi cumpleaños. Cuando tenía catorce años el abuelo se fue al cielo, y papá y yo quedamos al frente del negocio. Por aquel entonces las cosas ya eran un poco diferentes y la situación del país había cambiado, pero nuestro bar seguía siendo el centro de reunión del pueblo. Mamá y la abuela seguían siendo excelentes cocineras y por las tardes nuestra tasca se convertía en un lugar diferente, tenía una nueva vida. Hacía tiempo que los lugareños venían pidiéndolo así que habíamos organizado partidas de tute, de mus y de dominó. Por supuesto no se jugaba a todo a la vez, había horarios y teníamos los mejores equipos del lugar. Yo siempre formaba pareja con mi padre, y decía éste que en sus tiempos había sido pareja del abuelo y eran imbatibles. Nosotros nunca llegamos a ese nivel, pero no nos podíamos quejar, y pronto tuvimos el bar adornado con los trofeos que íbamos acumulando. Ahora ya no solo entraban los antiguos clientes, si no que empezaban a venir los hijos de esos hombres que habían compartido media vida con nosotros. Algunos ya trabajaban y venían al acabar la jornada, a otros eran estudiantes que venían cuando podían. El paso del tiempo no solo traía cosas buenas, y algunos de nuestros parroquianos más mayores se fueron quedando por el camino. Yo los echaba de menos a todos, y sobre todo a mi abuelo, pero por otro lado sentía que yo forma parte de aquel pequeño mundo que era nuestro bar. Me encantaba llamar a cada uno por su nombre, preguntarle por su mujer o por sus hijos y felicitarle el día de su santo. Fue allí donde conocí a Carmen y allí donde criamos a nuestros hijos. Con el inexorable paso de los años mi padre también nos dejó, y al poco tiempo mi madre. Mi abuela parecía resistirlo todo, pero un día ya no se levantó de la cama y al poco tiempo fue a reunirse con su familia. Mis hijos han ido creciendo y ellos se ocupan del bar. También saben el nombre de sus clientes y les felicitan por su santo, pero los domingos ya no juegan al mus, ponen una liga donde no gana el Atlethic y que encima cuesta un dineral ponerla en nuestra tele. Cuando alguien tiene un hijo ya no trae puros, pero el aroma a café sigue siendo tentador y la comida tan buena como siempre. Delante de la puerta ya no hay una parada de carros, hay una parada de Lurraldebús, que es un autocar que tenemos aquí. Cada mañana me acerco al mostrador y contemplo a los clientes, miro como desayunan y pienso en lo rápido que ha pasado el tiempo. Hacía tan poco que yo era un comino que escuchaba detrás de la barra y ayudaba a papá y al abuelo. A pesar de lo mucho que los echo de menos no he querido ir con ellos. Hace ya nueve meses que han celebrado mi funeral y yo me resisto a reunirme con aquellos a los que tanto quise. Yo necesito estar aquí, sentir el aroma del café por las mañanas y el sonido de las piezas del dominó por las tardes, y mirar la tele con la esperanza de que el Atlethic vuelva a ganar. Por eso vuelvo cada día y lo contemplo todo desde mi privilegiada posición. Necesito estar aquí. Este es mi hogar.
Nº 49 Alan Person hecho filetes.
Hubo hace tiempo en un pueblo del norte una humilde casa de comidas que había sido levantada piedra a piedra por su dueño. Servía platos caseros de puchero y cuchara, y todos los días sus comensales se reunían en las grandiosas mesas de madera que llenaban la estancia para combatir a golpe de caldero las frías tardes del norte.

Cada mes de abril, esta casa de comidas cerraba cara al público y anunciaba su periódica retirada mediante un cartel de “Cerrado por un mes. Volvemos en Mayo”. Y aunque la puerta se mantenía cerrada y nadie la veía abrirse jamás, las luces no se llegaban a apagar, y se podían ver, siempre tenues, a través de los cristales ahumados. Nunca nadie supo qué ocurría dentro de aquella casa de comidas durante los meses de abril, hasta que un buen día de ese mismo mes, un año cualquiera, cerca de entrar la noche un tal Alan Person vio a través de la lluvia desde su coche sin gasolina aquella luz, sin percatarse si quiera de la existencia del cartel en la puerta. Corrió del coche a la puerta trasera, y con tres ligeros golpecitos de muñeca, y tras no recibir respuesta alguna pero sí escuchar voces del interior, resolvió atravesar con empeño la puerta, que, para su sorpresa, estaba abierta. “¿Hola?”- gritó sin respuesta. “Mi coche se ha averiado y he visto luz”- continuó, pero nadie respondía. Avanzó con paso indeciso a través de la estancia trasera, que era una mezcla entre un comedor y un despacho, y que abría el paso hacia una cocina muy amplia donde todo estaba en calma y a oscuras. A punto estuvo Alan de dar la vuelta e irse, cuando vio algo. Al fondo había una habitación interior con un par de ventanas pequeñas. De ahí provenía la luz que Alan había visto desde la calle y de ahí las voces que oyó desde la puerta de atrás. No se oían ya aquellas voces, pero la luz hizo a Alan avanzar mientras repetía en un tono cada vez más bajo y temeroso: “¿Hola? Perdonen mi intromisión pero necesito ayuda y he visto luz desde mi coche…”. A cada paso que daba estaba un poco más cerca de la puerta. Cuando ya podía estirarse para coger el picaporte, alargó su mano, la acercó despacio pero con decisión y entonces, desde el otro lado, la puerta se abrió.

Nadie de aquel pueblo supo nunca lo que vio Alan Person en ese frío atardecer de abril. Lo que sí pudieron advertir fue que el siguiente mes de mayo la carta de la casa de comidas había sido ampliada con un plato más, cuyo nombre versaba en letras cursivas de la siguiente manera: “A.P. curioso rosbif”.

Y desde ese entonces ni una sola persona volvió a atreverse a interrumpir cualquier cosa que pasara allí entre marzo y mayo, no dejando sin embargo el resto del año de acudir cada mediodía a degustar lo que saliera de sus pucheros, sin que nadie, jamás, dijera chitón. Porque, como todos saben: A gusto de los cocineros, comen los frailes.

Nº 50 Menú Degustación:

Nadie sabe cómo ni por qué se pone de moda un restaurante. Tiene algo que ver, seguro, con la inherente tendencia del ser humano a repetir comportamientos ajenos, a ser rebaño. En cualquier caso, aquél era el restaurante de moda del momento. Bastante parecido al restaurante de moda del año anterior, y éste a su vez parecido al del anterior: minimalistas y oscuros, elegantes y fríos, el mobiliario con cierto tacto de plástico.
Era en ese escenario, a esas alturas lo tenía bastante claro, donde mi marido pensaba dejarme.
Un camarero flaco y silencioso, una estantigua venida a más, apareció para acercarnos hasta nuestra mesa. Tomamos asiento. Hicimos algún comentario baladí sobre el ambiente de eucaristía que se respiraba y pedimos algo de vino. Yo insistí que fuera un buen vino, uno especialmente caro. Esa noche necesitaría beber y no me bastaría cualquier cosa. Trajeron el vino, y como un mero trámite, como un preludio más, ambos acordamos luego pedir el Menú Degustación.
– ¿Más vino? –mi marido, inopinadamente educado, se ofreció a llenarme de nuevo la copa.
Yo accedí. Del silencio incómodo que sucedió a posteriori hasta que nos sirvieron el primero de los platos apenas recuerdo nada. Fue un silencio incómodo más. Uno más de nuestra sucesión interminable de silencios incómodos. Todos igual de vacíos, todos igual de estúpidos. Bebí un poco más de vino.
– ¿Está rico, umh? –opinó mi marido, masticando ya el primero de los platos.
Asentí levemente con la cabeza, pero con poco énfasis. Estaba bueno, sí, pero sin entusiasmos. El sabor era demasiado tenue, el regusto en la boca demasiado fugaz… Esperaba algo más. Supongo que de eso se trata siempre: de esperar algo más. De no conformarse con los sabores livianos, de esperar siempre un bocado que perdure en la boca. Se me humedecieron los ojos. ¿Por qué se relacionaban las personas, acaso alguien lo sabía? ¿Por qué esa sucesión –interminable, horrible, sinsentido- de corazones rotos? ¿Tanta repulsa nos causa la perspectiva de soledad que nos aferramos a clavos ardiendo, a platos desabridos, a comer siempre los mismos guisos sin sal?
Me obligué a tragarme mis lágrimas. El camarero, por su parte, continuó trayendo platos. Pero como si hubiera perdido el olfato, todos me parecían iguales, clónicos hasta la exasperación. Probablemente sería debido a mi estado de ánimo, porque mi marido –sin dejar de masticar- hablaba sin parar, cantando las excelencias de este o este otro sabor, hisopando la mantelería con asperges carmesíes directamente salidos de su boca. ¿Cómo pensaría dejarme?, me pregunté. Nunca había sido un dechado de originalidad, lo más seguro es que llegado el momento, ahuecara la voz y empezara alguna absurda letanía con un: «Tenemos que hablar…». Esa imagen representativa de su simpleza me hizo sonreír. Él me devolvió la sonrisa, pero sus ojos, más sinceros que su boca, asomaron tristes.
Aún trajeron cinco o seis platos más antes del postre. No lo sé, no los conté, no estaba por la labor. Los guisos se sucedían con la misma intrascendencia, con la misma futilidad, que los episodios de nuestra vida. Aquí uno, allí otro, nunca un capítulo especialmente feliz; ni infeliz tampoco, esa es la verdad. Supongo que sólo éramos una pareja más asentada en la rutina, establecida en el cariño, eufemismo para enmascarar la falta de pasión, de intensidad, de aromas. Como la vida misma. Como ese anodino y monótono Menú Degustación que nunca terminaba.
Finalmente trajeron el postre. Mi marido se revolvió nervioso en su silla. Aún no había hecho lo que había venido a hacer y su espíritu pusilánime no encontraba el momento. «Venga, dilo ya», le increpé mentalmente. «Maldito cobarde, aburrido infame… dímelo de una vez».
– Tenemos que hablar… –ahuecó, ¡por fin!, la voz y adoptó un impostado gesto de solemnidad.
Pero para ese momento yo ya no estaba allí, ni siquiera escuché lo que dijo después. Hacía rato que había tornado en un enser más de ese elegante restaurante: sin alma, sin calidez, con cierto tacto de plástico…

Nº 51 Esas alas
Recuerdo esas alas heridas… recuerdo también cómo se reía Marina cuando por fin la
gaviota se decidió a echar a volar; lloraba y se reía, lloraba y decía mírala mírala, lloraba y se
tapaba la cara… Recuerdo lo mucho que nos costó sacarla de la playa, qué picotazos daba la
cabrona, no se dejaba coger… Y Marina cógela, cógela, papá, que tiene un ala rota… Te
acuerdas, tuve que atarle el pico y sujetarla con una toalla, tú decías para qué tanta molestia,
una gaviota, una gaviota que es una rata de mar, y Marina te miraba con los ojos llenos de
lágrimas, está muy mal, mamá, qué mala eres… Costó cogerla sí, terminamos todos rebozados
de arena, y yo con una vaga sensación de estar haciendo algo poco natural… y a la vez querer
que Marina dejara de sufrir por ella… Recuerdo que la subimos entre Alfredo y yo, era grande
como un ganso, no paraba de intentar zafarse de la toalla. Alfredo nos miraba alternativamente
a ti, a mí y al suelo, como sin querer intervenir… Tú hiciste el camino en silencio, con ese gesto
hosco que se te pone y ese labio torcido, como cuando no salen las cosas como a ti te gusta…
Recuerdo que la pusimos en la chimenea, que Marina había limpiado para jugar con
sus muñecas; aquella chimenea que hacía las veces de parrilla en verano, en la terraza con
más sol de toda la costa guipuzcoana. Aquella chimenea, ostentosa y grandilocuente como
casa de nuevo rico, que sirvió de jaula a la gaviota, cuando le colocamos esa red de verja y
aquellos ladrillos que impedían que la empujara… Qué cara puso Dei, la dueña de la casa,
cuando vio aquel desmán, una gaviota, una gaviota que han metido ahí…! Estos veraneantes
originales y absurdos que éramos, con esa niña rubísima que era Marina, con esa
determinación y ese corazón que conmigo casi siempre, contigo menos, conseguía lo que se
proponía…
Recuerdo esas alas y recuerdo lo que me dijiste por la noche, aquella noche. Recuerdo
mucho más, ahora que lo pienso, tu pelo, tu tono de voz y cómo olías a mar y a body milk;
nunca te acostabas sin una buena ración de body milk encima. Yo por el contrario siempre
tenía la piel seca, y ahora me doy cuenta de que eso también te irritaba. Recuerdo cómo
miraste en la dirección de la habitación de Marina. Dijiste que se lo tendríamos que explicar
poco a poco. Que no querías shocks, ni numeritos. Que ella se acostumbraría, que lo
comprendería. Que era mejor así. Mejor separarse ahora que más tarde acabar amargados. Yo
no dije nada. Me fui a ver cómo andaba la gaviota. La saqué de su cautiverio, tomé la gasa y el
betadine y la agarré fuerte para que se dejara curar las alas. Protestaba e intentaba zafarse, y
consiguió darme un buen picotazo en la boca. Terminé de curarla y devolví todo a su sitio. Al
volver a la cama me dijiste que tenía sangre en el labio.
(…)
Sí, por favor, tráigame otro café… ¿Quieres tú otro…? Ah, tienes prisa… Siempre te
había gustado esta cafetería para dejar pasar el tiempo… Claro, comprendo, el tiempo… No,
deja, no hace falta que me devuelvas estas fotos… Sí, no me extraña, cuando yo me mudé
también encontré un montón de cosas que creía perdidas… Déjame solo esta foto de la
gaviota, puede que le haga ilusión a Marina… Se la daré luego, vienen a verme con los niños
esta tarde. Está hecha una madraza ya, Marina… Igual ella también se acuerda de aquella
gaviota y de aquella casa en Zarautz… Igual se sigue alquilando la casa para este verano…
Sería cuestión de preguntar, para ir con niños es perfecta… No, yo me voy a Cádiz, como
siempre. ¿Tú…? Ah, claro… Sí, dale un saludo de mi parte a Alfredo… Deja, yo te invito… otro
día me invitas tú… cuando vuelvas en Navidades… o antes, total Francia está ahí mismo…

Nº 52 La culpa y la primera piedra

Es siempre desconocida la justa verdad de lo que se dice, o sea, la verdad que no engaña a nadie ni rinde gran duda. Acaso al final de esta historia, se pueda entrever algo de lo cierto que se oculta en ella, entre el clamor excesivo de la mentira.
Ocurrió un sábado amable, un sábado de poteo, un sábado cualquiera, en definitiva. En la calle, sobre el frío insolente, había unas nubes inquietas y sin bordes, sin principio ni final. Los amigos, unos pocos que lográbamos desvirtuar el soso plan familiar, salimos a combatir el frío con cerveza, mientras charlábamos del mundo.
Aquel día, sin motivo aparente, se veían grupos de indigentes mendigando por las calles o acosando a los que esperaban en colas de cines y autobuses. En el segundo bar, tres hombres y una mujer, nos sacaron de la clase magistral sobre el poder de los astros. Ruidosos y chillones, fumaban y bebían sin parar, incluso la mujer. En aquel momento, varios de aquellos mendigos se colaron en el interior del establecimiento, hasta que el guarda se percató, y entonces se montó la gresca. Como es habitual entre los clientes, la mayoría se mantenía al margen, como cualquier sábado.
—Ni siquiera se vuelven…, son como buitres—oí chillar a uno de los que estaban a nuestro lado—, eh, eh, que son como nosotros…, de carne y hueso…, y también comen—decía en tono desafiante, altivo, invitándonos a la rebelión, mientras los otros le gesticulaban coralmente.
A ratos, nos miraba con maliciosa ironía, con insolencia. Moví la cabeza en un gesto múltiple, queriendo huir de la provocación con elegancia. Entretanto, el alcohol elevaba el tono, haciéndolo áspero y exigente.
—Que falta de honradez, solo tienen dinero para ellos, para el banco o el coche nuevo—proseguía retador—, que desinterés y poca conciencia…, ladrones, atracadores, y también chorizos…, y cuatreros…, es que no les interesa lo que pasa a su alrededor…, dejen de mirar, no se hagan los locos…, ofrezcan alguna limosna…, eh, eh, que el tiempo de ir al cielo se acaba—ahora torcía la boca y los labios, muequeando soez y burlón. El rictus parecía definitivo.
Como todos los sábados, el barman encargado de aquel trozo de barra, apremiado sin pausa, ni posible tregua, ni tiempo para oír discursos torpes y soñadores, corría de una esquina a otra, pletórico de copas, tazas y demás cacharrería, sin siquiera mirarles.
— Aunque no se si te voy a pagar, dime cuanto te debo—le requirió el del monólogo, como si diera por concluida su actuación.
El de la barra oyó lo justo, contó mentalmente mirando a la penumbra, sonrió enseñando una fila blanca de dientes enormes, se fue hasta la sumadora que estaba en el otro lado, aprisionó con sus gruesos dedos el teclado, y volvió con una tira de papel, sin haber movido siquiera un ápice, la blanca raya que iba de moflete a moflete. El otro, sin apenas mirar la cuenta, le extendió un billete de cincuenta euros, y el barman se alejó de nuevo, entre el griterío embarullado de voces y llamadas desde cualquier flanco.
En tan solo unos pocos segundos, regresó con varias cuentas en su mano, además de vasos, tazas, botellas y hasta una fuente con una atrevida tarta de despedida. En medio de aquel barullo, puso las vueltas en la mano del agitador, alzada entre varias más, que selló firmemente hasta lograr acercarla. Cuando la abrió, los dos, él y yo, que seguía con feliz fanatismo a su lado, miramos con estúpida ironía el billete de cincuenta euros, que de nuevo le llegaba, entre otro más y alguna moneda suelta. Levantó leve la cabeza, torció ambos ojos hacia los lados, hasta encontrarse con una insolente y sustanciosa mirada, la mía, que soslayó sin temblor ni agitación, mientras introducía todo en el bolsillo, y en un golpe de falaz energía, salían juntos y cabizbajos a la noche fría y lluviosa de la plebe.

Nº 53 “Esto es hostelería. Y es lo que toca”

Viernes, son las 11 menos cuarto de la noche y lo que parece otra gris jornada para el negocio. Tan sólo dos mesas de dos y una de tres servidas hasta el momento, y la reserva de las 10 aún sin aparecer. De pronto, oigo pasos de alguien que baja, «clientes» -me digo-, y raudo me asomo a la entrada del comedor para recibirlos. Y…. es Ana, la chica dominicana de la limpieza, que ahora además ayuda en la cocina, cosas de la crisis. «¿Que tal por aquí?» -me dice sonriendo-, «hoy etá flohita la cosa ¿eh?. Si te aburre ven a pelah patata con nosotra». Huyo como un rayo en cuanto gira la cabeza, no sea que me lie, y me marcho a husmear un rato a la cámara de vino para matar el rato.

De pronto una voz me llama, es Ana, parece que llega otra mesa, y yo en la otra punta perdiendo el tiempo. Como se entere Manuel, mi jefe, me cuelga como a un jamón de la barra. «Hola, buenas noches» -saludo- , «Hola, teníamos reserva a nombre de Joseba Damboriarena para las 10», «Sí, Joseba Damboriena. A las diezz….», -siseo yo- «No, es Joseba Damboriarena” –puntualiza él- » Reservada para 12 ¿verdad?» – le pregunto-, «Éramos 12, pero al final vamos a ser 7», «Ah. Vale de acuerdo», y encima fallan cinco -pienso-, tócate los…, «¿Quién es?» -pregunta Manuel, que de pronto aparece- «Es la mesa de Joseba Damborenea, que van a ser 7» – replico- «Sí, aquí está. Joseba Dambolenea. Por aquí por favor si son tan amables». Y el hombre con gesto serio le acompaña. Junto a él su mujer, una refinada señora de cuarenta y pico años, de buen vestir pero de gesto adusto y frío. Pasa por mi lado y un sopapo de perfume me sacude. Junto a ellos, dos matrimonios de aspecto más agradable y risueño y… si no me fallan los cálculos, en realidad son seis, no siete, así que una vez sentados los 3 matrimonios me dirijo a la mesa para preguntarles «¿Van a ser seis al final»?, «No, no, que somos siete te he dicho», responde el señor Damberienea, «Es que está aparcando, y ahora viene», me tranquiliza con una sonrisa una de las mujeres. En esto que voy a por las cartas y me dispongo a repartirlas, «Oye, es que falta una persona de venir» me dice otra vez don Joseba, «Bueno, pero así le va echando un ojo a la carta y van pensando», a lo cual me fulmina con una mirada entrecerrada de ojos.

Me doy la vuelta y mis ojos van a parar de bruces a un contundentemente tulgente escote de ultravioleta bronceado del que por unos segundos no puedo apartar la mirada. Consecuencia: tropiezo con un comensal de otra mesa. No habrá mesas vacías… Le pido disculpas y de nuevo recibo una entrecerrada mirada de ojos. «Concéntrate» -me digo-. Acudo con una carta más para la diosa morena de intensos ojos marrones que acaba de sentarse y me fijo en lo rojo que tiene el pecho, «¿rayos?»- pienso- » más bien parece que se lo ha puesto directamente en las brasas del horno», y la imagen de la joven agachada poniendo sus encantos al fuego para que se doren, hace ausentar mi mente un momento. «¡Que qué precio tiene este vino!», me despierta Joseba de un grito, «¿cuál?» -pregunto-, «El que te he dicho, hombre, un Arzuaga, que no estás atento», «Disculpe. Eh, creo que 25 euros si no me equivoco», «míramelo anda, vete a mirármelo» -reclama-, y yo desconfiando un poco de mi, acudo a la máquina a comprobarlo: en efecto 25 euros. Y voy rápido a decírselo «Sí, son 25 euros». No importa, su gesto de desconfianza hacia mí por el ligero titubeo se hace patente. Al final, consigo tomarles nota de todo, no sin antes lanzar una fugaz mirada a ese pronunciado escote que tanto me fascina, como si mirara al cielo estrellado y de pronto me encontrara a Saturno y Júpiter, juntos en el mismo pedazo de cielo.

Los platos se van sucediendo y llega la hora del postre. «¿Qué tiene de postre»? -me espeta uno de los caballeros-, «pues tenemos tarta de queso, flan de huevo, mus de limón, nata con nueces, nata con tru…», «¿has dicho mus de limón?», -pregunta una de las señoras-, «Sí» -respondo- , «¿Y el mus es casero?», «Sí, todo es casero» -vuelvo a responder-, «entonces ponme nata con nueces». Sigo con los postres y pregunto ahora «¿Van a querer café?». «Sí, yo uno descafeinado», «Y, yo con leche», «Yo cortado de máquina, corto de café. Con sacarina», me saltan a la vez. «Faltaría más, después del revuelto, el entrecot con patatas y la tarta de queso que se ha metido, señora mía» – pienso-. «Sólo tenemos café sólo de puchero, muy rico» -les comento-. Cara de asombro indignado generalizado. «¿Qué no hay leche? ¿Cómo no tenéis leche?»-dicen-. “Es que nosotros aquí abajo en el comedor trabajamos sólo con café de puchero», “¿Y puede ser con hielo? ¿O tampoco tenéis hielo?”, – me lanza como un dardo una de ellas”. “Sí, si quiere ahora le traigo un poquito hielo en un vaso” – termino – “No sea que se muerda el veneno de la lengua y se la inflame” –pienso para mí-.

Llega la una y media. Todo está recogido, cámaras llenas y mesas montadas. Sólo queda barrer. Y que marche la mesa de Damborielenea. Paso por la mesa para recoger las copas de vino y de chupito vacías, cuando me exclaman, «Pon otra ronda de chupitos anda», y yo con voz apenada contesto «Es que ya es muy tarde y estamos a punto de cerrar», a lo que la diosa de pronto me responde «Aquí cerráis cuando nosotros nos vayamos. Esto es hostelería… y es lo que toca». En aquel momento Venus tornó en Medusa y una nueva ronda de chupitos caía. Ellos reían, yo miraba el reloj y de nuevo otro viernes, que de fiesta no salía.

Nº 54 CAFÉ CALIENTE

El café está caliente. Es un misterio, una curiosidad, una coincidencia o simplemente mala suerte. Siempre me traen el café demasiado caliente y me tengo que entretener observando a los otros clientes para imaginar su vida y conseguir que alguna sea más solitaria que la mía.
Hoy algo va a ser diferente. No se como lo he hecho pero antes de verla he notado su presencia. Un nuevo habitante en el paisaje del bar. Una joven mendiga. La descubro mientras aborda a la pareja sentada en la mesa junto al ventanal, probablemente estudiantes que hoy han preferido darse los besos lejos del campus. La chica blande un cartón lleno de palabras escritas con una caligrafía ensortijada. Desde mi posición todavía no puedo leerlas. Cuando pueda leerlas tampoco lo haré. La muchacha se acerca ahora hacia la siguiente mesa sin haber logrado captar la atención de la pareja, al menos, sin haber captado ninguna moneda. Me mira e inesperadamente decide avanzar hacia mí, dejando tranquila a la señora, que adivino, ya se había llevado la mano al bolso. De pronto, vuelve sobre sus pasos. Ha debido escuchar la cremallera abriéndose. Recoge la moneda que la mujer, probablemente un ama de casa camino del mercado central, ha preparado para ella. Abre la boca para dar las gracias y los veo por primera vez. Unos dientes muy blancos, brillantes y perfectamente alineados. Una sonrisa perfecta. Todo lo que rodea a esos dientes desaparece. Desaparece la melena larga retorcida en una trenza, desaparece la falda plisada, desaparece la colorida rebeca, desaparecen los calcetines blancos, que de todas formas apenas asoman bajo la falda, desaparecen las zapatillas muy sucias que no concuerdan con la falda ni con la rebeca, pero que sobretodo desentonan con los dientes, que es lo único que sigo viendo.
Ya está a mi altura. Me sonríe enseñándome el cartel. No pienso leerlo pero descubro algunas palabras, “ambre”, “carida”, “madre”, “inbalida”. Subo la vista hacia sus ojos y me encuentro allí una mirada sin brillo que parece no verme y que tampoco concuerda con la sonrisa perfecta. Gesticulo con la cabeza formando una negación que viene a decir, no te voy a dar limosna, va contra mi forma de ser dar limosna, ya pago mis impuestos y por tanto colaboro para que se dispongan las medidas necesarias para atender casos como el tuyo, todos los meses de mi cuenta corriente desaparecen seis euros dejando una anotación que, si no recuerdo mal, es Socio Cruz Roja. De repente realiza un gesto, para contestar al mio, que definitivamente descuadra con todo lo demás, menos con las zapatillas. Un gesto sucio. Por un momento creo haberme confundido y pienso que, al llevarse la mano a la boca, me ha pedido algo de comer. Pero al realizar la maniobra, por segunda vez, me fijo en la mano y observo que está formando un hueco en el que cabría un cilindro. No entiendo las tres guturales palabras que ha pronunciado al terminar de mover la mano. Tampoco leo sus labios. A pesar de eso esta claro que lo que ha dicho es «¿Te la chupo?». Después abre las dos manos, la que ha simulado la felación y la que sujetaba el cartel, que tras un rápido movimiento descansa ahora bajo la axila, y las plantifica frente a mi. Diez dedos. Diez euros. Entre las manos sigo viendo esa sonrisa que ahora ya no parece tan angelical. Por un momento estoy tentado de decir algo. Desconozco qué, desconozco con qué fin. Finalmente dejo de mirar los dedos para que dejen de sumar diez euros. Ella comprende. Desiste y se va, pero antes no evita la tentación de estamparme una sonrisa.
El café sigue caliente. Sigo preso. Del café y de esa sonrisa. Mis ojos buscan a la muchacha que se aleja hacia una mesa donde un hombre, canoso, con una corbata muy llamativa que le ciñe la papada con el afán estéril de ocultar lo evidente, almuerza demasiado pronto o desayuna demasiado tarde unos huevos fritos con chistorra.
La sonrisa vuelve a aparecer en el rostro de la muchacha mientras le da la vuelta al cartón para enseñar un texto diferente al que me ha enseñado a mí. Lo se por la cantidad y el color de las palabras. Antes muchas, ahora pocas. Antes negras, ahora rojas. Desde aquí no puedo leerlo pero me temo lo peor. El dueño de la papada sí lo ha leído. Empuja los restos del desayuno tardío, deja un billete sobre la mesa y se levanta mientras yo me aventuro a imaginar que “ambre, “carida”, “madre”, “inbalida” y todo lo demás ha sido sustituido, en este lado del cartón, por “completo”, “20”, “francés” y “10”. La joven se dispone a salir siguiendo a su cliente pero antes me dirige una última sonrisa que yo sé interpretar. Socorro. De nuevo siento la tentación de decirle algo. Esta vez si se que, «Ven y sonríe una vez más para mi». Tampoco ahora lo hago. Llego a abrir la boca pero ya no hay tiempo. «¡Adiós!» murmuro sin compasión, porque se que nadie me oye o porque solo yo quiero oírme. Demasiado tarde para dientes blancos, el café ya se ha enfriado.

Nº 55 EL BESO
El camarero me acompañó hasta una de las pocas mesas libres que quedaban en el local. No tenía pensado el cenar fuera de casa, pero una pertinaz llovizna que había comenzado a caer a los pocos minutos de haber comenzado mi paseo nocturno me impulsó a entrar en el pequeño y coqueto restaurante al que siempre había pensado en ir pero nunca lo había hecho.
Me dispuse a estudiar la carta al tiempo que di un corto sorbo a la copa de vino que el mismo camarero que me había acompañado a la mesa me acababa de servir. Delicioso, dije para mis adentros. Una risa femenina hizo que me distrajera de mi propósito gastronómico y levantara la mirada de la carta. La mujer, una atractiva pelirroja de unos veinticinco años, compartía mesa con un hombre al que no pude ver el rostro por encontrarse de espaldas a mí. Pero de la cara de ella sí podía disfrutar plenamente. Sonreía, con ese tipo de sonrisa que desarmaba a cualquiera que tuviera delante. Y me desarmó aunque no fuera dirigida a mí y aunque no estuviera precisamente justo delante de ella. Me gustaron sus ojos, grandes, expresivos y de color miel. Sus pómulos, ligeramente prominentes y apenas maquillados. Su nariz, recta, pequeña y con cierta altivez que probablemente escondía grandes dosis de picardía. Pero lo que realmente me enamoró, una vez que su sonrisa me había desarmado, fueron sus labios. Ni grandes ni pequeños, no excesivamente delimitados, ni podían siquiera haber sido definidos como carnosos, pero resultaban, al menos a mí me lo parecía, tremendamente sensuales.
La presencia ante mí del camarero con una libreta en la mano me hizo, con desgana, volver a prestar atención a la carta que había olvidado completamente al observar a la chica de la sonrisa seductora. Logré pedir una cena coherente con mis gustos, mi apetito del momento y la copa de vino que había comenzado a saborear y una vez me hube quedado solo de nuevo, volví a la observación discreta de la mujer que había comenzado a convertirse en el centro de mi vida. Logré observar sus manos, largas, finas, con una gran expresividad en los movimientos y, al menos intuía yo, con una inmensa capacidad de dar, de expresar ternura. Traté de escuchar su voz que imaginé melodiosa, segura y acariciadora a la vez, pero me resultó del todo imposible. El local era pequeño, de las diez mesas que lo llenaban, siete estaban ocupadas. A pesar de ello solo se escuchaban murmullos, ni un ápice de ruido. Pero la voz de ella no me llegaba. A decir verdad no pude discernir entre los murmullos que escuchaba. Por un instante nuestras miradas se cruzaron, pero fue tan corto ese momento que no tuve tiempo de regalarle una sonrisa. De todas formas en su mirada quise descubrir un cierto brillo de interés hacia mi persona. Pero volví a la realidad. Y esa realidad coincidió con el plato que el camarero acababa de poner en mi mesa.
Poco a poco el local se fue vaciando, hasta que al filo de las once y media solo quedaban dos mesas ocupadas. La de la pareja cuya mujer había enamorado mis sentidos y la mía. El camarero había desaparecido tras la puerta que posiblemente comunicaba con la cocina. La pareja estaba en silencio, ella con la mirada baja. Sin apenas darme cuenta se levantaron de sus asientos y abandonaron el local, él delante de ella, cosa que me llamó la atención. Miré la mesa que acababan de abandonar con cierta nostalgia, pensando en que jamás volvería a ver a la mujer que temía se convirtiese en una constante en mis sueños. Su copa destacaba sobre los demás objetos de la mesa. En ella quedaba todavía vino, el suficiente para realizar un brindis, y una ligera marca de rojo de labios manchaba el borde del cristal. En esa mancha pude disfrutar de nuevo de la contemplación de esos labios tan sensuales. Y no pude reprimir la tentación. Me levanté de mi mesa, me acerqué a la de ella y tomé la copa entre mis manos. Todavía en el pie de la misma quedaban restos del calor de sus dedos, de eso largos dedos de pianista que tanto me habían gustado. Acerqué la copa a mis labios haciendo coincidir la mancha para que al beber pudiera saborear también la suave piel de ella. Bebí pensado en ella, brindando por ella, por los dos, y al hacerlo sentí los labios de la chica besando los míos. El beso era suave, cálido, ardiente por momentos. Me quedé atrapado por la sensación y retuve la copa entre mis labios. El ruido de una puerta que se abría me hizo volver de nuevo a la realidad. Dejé avergonzado la copa de la chica sobre la mesa y salí del restaurante sin mirar al camarero.
Caminé sin rumbo no logrando quitar de mi mente los pensamientos sobre ella.
A pocos metros delante de mí descubrí una figura sentada en un banco con la cabeza entre las manos. Parecía una mujer que lloraba. Cuando estuve casi junto a ella el corazón me dio un vuelco. ¡Era la mujer del restaurante ¡. Me senté a su lado y le pregunté si le podía ayudar en algo. No contestó. A los pocos segundos separó las manos de su rostro y me miró. No pude controlarme. Sus labios todavía tenían el sabor del vino.
No volví jamás a verla a pesar de que cada vez que salía a la calle la buscaba con la mirada en cada mujer con la que me cruzaba. Al principio aparecía en todos mis sueños, aunque poco a poco la intensidad fue decreciendo hasta desaparecer de ellos. Ahora queda solo un recuerdo, un bonito recuerdo, el de ese primer beso al beber de su copa manchada de rojo de labios y el de aquel largo beso con sabor a vino que compartimos en el banco. Aunque hay momentos en los que dudo que todo eso haya ocurrido. ¿No habrá sido solo un sueño?

56º AQUELLA ESQUINA

Aquella esquina, esa mesa vieja, sí esa que cojeaba nada más moverla. El café, siempre con poca leche, un periódico y él. Un delantal, manos ásperas, cansancio, suspiros y mi mirada clavada en su figura. Aún, a día de hoy puedo ver su imagen al cerrar mis ojos, recuerdo como expresaba sus pensamientos con la mirada, siempre tan pendiente de aquel periódico. Hubiera dado todo porque en los mínimos segundos que la levantaba, la fijase en mí. No, nunca lo hizo, ni aún cuando me pedía su diario café, con poca leche. Debía de ser un maleducado, sí, lo admito, pero era el desconocido maleducado que ciegamente me había vuelto loca. Nunca me atreví a sentarme en frente suyo y hablarle, quizá fuese por mi poco atractivo, ese que me metía entre cuatro paredes dentro de mi mente, pero dicen que la esperanza es lo último que se pierde y yo no me rendí nunca. Siempre me pareció una pérdida de tiempo ilusionarse por algo que al poco tiempo darías por perdido. Quería luchar, quizá por algo imposible y lejano, pero quería hacerlo, al fin y al cabo, me pasaba ocho horas diarias en la taberna de mi abuelo. No tenía otra cosa mejor que hacer que ahogarle con la mirada y soñar, los sueños nunca faltaron.

Ahora, mientras yo escribo esto, él está sentado a mi lado, confesándome que en aquella taberna, cuando la camarera con aquel delantal y esas manos ásperas no miraba, él la divisaba de reojo. Son ocho años los que llevamos casados, siempre fijando su mirada en el periódico durante dos horas, pero las restantes, clavadas en mí.

Nº 57 Inter – cam – bio – s

Una mano en su muleta. El monedero gastado sonando al ritmo de su temblor, en la otra. Concierto gratuito y monetario. Delante, la camarera que le habla como si fuese idiota o sordo; o quizás ambas cosas.

La riña por un billete de cinco euros que el señor a veces olvida que ella le ha devuelto.

– “Qué sepa usté que se lo estoy dando, eh… que hay testigos… que luego to los días usté me forma la bronca pa luego veníh diciendo que sí, que lo encontró en su bolsillo… que luego me crea usté una “famita…” y los clientes se creen que quiero robarles… ¡vamoh… ea….! ¿S´ha enterao usté…? Pues eso…”

Un hombre abochornado debajo del abrigo. Menguante sin saberlo. Una camarera repleta de sí, que apenas cabe en su delantal. El poder en su apogeo. Como si a él le faltara todo lo que a ella le rebosa.

Y pienso… “Qué mal reparto el de los recuerdos”

Quizás un día ella no tenga constancia de la existencia de billetes ni de bares ni camareros y la vida le parezca algo que pertenece a otros… y crea que quien le chilla al otro lado sólo pretende confundirla y dejarla chiquita y encogida, como un recortable en manos de un niño.

No existe delantal que retenga el paso del tiempo.

Nº 58 EL LATIDO

Hacía semanas que Juan quería llevarme a un restaurante recién abierto y que, según él decía, rezumaba exotismo.
Cuando el jueves me llamó, volvió a repetirme las bondades del exótico lugar.
-El restaurante es para personas selectas, no viene en las guías. Es como un club privado- dijo Juan.
Sin mucho entusiasmo, acepté la invitación para cenar.
Era la noche del viernes cuando él pasó a recogerme vestido con sus mejores galas.
Aparcó el coche en una calle poco transitada del otro extremo de la ciudad y agarrándome del brazo, me guió por unas escaleras que bajaban hacia el sótano de un edificio del siglo XIX que presentaba un aspecto de abandono.
No vi luces de neón con el nombre del restaurante, solo un pequeño cartel que decía: “El Latido”.
-Por lo menos es original- dije.
Cuando mis ojos se adaptaron a la penumbra pude ver que la estancia era pequeña y en ella se hallaban seis mesas redondas preparadas cada una para tres comensales. Todas, excepto una, estaban ocupadas.
Al sentarnos, pregunté a Juan si esperaba a alguien más, ya que había un cubierto adicional.
-Aquí es la norma, dos comensales y tres cubiertos, ya lo irás viendo a lo largo de la velada- contestó Juan.
El camarero nos saludó, mientras descorchaba una botella de vino que puso sobre la mesa.
-En seguida les sirvo la cena- dijo el camarero.
Juan, notando mi extrañeza, me explicó
-Aquí no hay carta, es un único menú. La gente que lo prueba vuelve a repetir encantada. Brindemos por el exotismo- dijo Juan, y bebimos.
Mientras él se servía otra copa, mis ojos fueron recorriendo toda la estancia, las mesas y sus comensales, observando que en todas había dos personas y tres cubiertos.
Fui mirando uno a uno y me pareció ver algo en sus expresiones que me asustó. Comían con un deleite que rozaba lo obsceno.
El hombre de la mesa de al lado sacaba, casi con reverencia, una cinta de color del centro de la carne que comía.
Muy lentamente, levantando la cinta en alto, exclamó, de manera audible para todos: -¡Yo soy el siguiente, que gran honor!-
Algo nerviosa, pregunté a Juan
-¿Que significa todo esto?-
Juan, lacónico, contestó
-Lo entenderás en un momento-
En ese instante, sentí que algo siniestro estaba a punto de ocurrir.
Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo y mis sentidos se agudizaron.
Percibí el olor a sangre que se filtraba por cada rincón del comedor y al escuchar, me di cuenta que no era música el sonido suave de fondo. Era un sonido rítmico y monótono: PAM PAM… PAM PAM…, como el latido del corazón.
El camarero, con ceremonia, colocó nuestros platos sobre la mesa.
Miré a Juan y al mirarle no le reconocí. Su rostro parecía desdibujado. Con una sonrisa victoriosa, mientras cortaba la carne, clavó su mirada oscura sobre mí. De su boca salieron ralentizadas las palabras que, como dagas envenenadas se clavaron en mi corazón
-Creo, Carlota, que esta noche el honor es tuyo también.
Conteniendo una arcada de repugnancia, comprendiendo al instante, con suma claridad lo que estaba ocurriendo, pude preguntar de nuevo, intentando controlar el terror que sentía…
-Y dime, Juan ¿Para quién es el tercer cubierto?
Juan contestó
-Veo que eres lista, mejor, más valiosa. Cuando te saquen el corazón palpitante de tu cuerpo lleno de vida y nos alimentemos de él, una parte de ti quedará atrapada en este lugar para siempre. El club, nosotros, como recordatorio de tu magnífica ofrenda, ponemos en la mesa el tercer cubierto.

FIN

Nº 59 Esas alas
Por error del secretario del Premio se designo este relato con dos numeros, computandose lo votos de ambos.
Recuerdo esas alas heridas… recuerdo también cómo se reía Marina cuando por fin la
gaviota se decidió a echar a volar; lloraba y se reía, lloraba y decía mírala mírala, lloraba y se
tapaba la cara… Recuerdo lo mucho que nos costó sacarla de la playa, qué picotazos daba la
cabrona, no se dejaba coger… Y Marina cógela, cógela, papá, que tiene un ala rota… Te
acuerdas, tuve que atarle el pico y sujetarla con una toalla, tú decías para qué tanta molestia,
una gaviota, una gaviota que es una rata de mar, y Marina te miraba con los ojos llenos de
lágrimas, está muy mal, mamá, qué mala eres… Costó cogerla sí, terminamos todos rebozados
de arena, y yo con una vaga sensación de estar haciendo algo poco natural… y a la vez querer
que Marina dejara de sufrir por ella… Recuerdo que la subimos entre Alfredo y yo, era grande
como un ganso, no paraba de intentar zafarse de la toalla. Alfredo nos miraba alternativamente
a ti, a mí y al suelo, como sin querer intervenir… Tú hiciste el camino en silencio, con ese gesto
hosco que se te pone y ese labio torcido, como cuando no salen las cosas como a ti te gusta…
Recuerdo que la pusimos en la chimenea, que Marina había limpiado para jugar con
sus muñecas; aquella chimenea que hacía las veces de parrilla en verano, en la terraza con
más sol de toda la costa guipuzcoana. Aquella chimenea, ostentosa y grandilocuente como
casa de nuevo rico, que sirvió de jaula a la gaviota, cuando le colocamos esa red de verja y
aquellos ladrillos que impedían que la empujara… Qué cara puso Dei, la dueña de la casa,
cuando vio aquel desmán, una gaviota, una gaviota que han metido ahí…! Estos veraneantes
originales y absurdos que éramos, con esa niña rubísima que era Marina, con esa
determinación y ese corazón que conmigo casi siempre, contigo menos, conseguía lo que se
proponía…
Recuerdo esas alas y recuerdo lo que me dijiste por la noche, aquella noche. Recuerdo
mucho más, ahora que lo pienso, tu pelo, tu tono de voz y cómo olías a mar y a body milk;
nunca te acostabas sin una buena ración de body milk encima. Yo por el contrario siempre
tenía la piel seca, y ahora me doy cuenta de que eso también te irritaba. Recuerdo cómo
miraste en la dirección de la habitación de Marina. Dijiste que se lo tendríamos que explicar
poco a poco. Que no querías shocks, ni numeritos. Que ella se acostumbraría, que lo
comprendería. Que era mejor así. Mejor separarse ahora que más tarde acabar amargados. Yo
no dije nada. Me fui a ver cómo andaba la gaviota. La saqué de su cautiverio, tomé la gasa y el
betadine y la agarré fuerte para que se dejara curar las alas. Protestaba e intentaba zafarse, y
consiguió darme un buen picotazo en la boca. Terminé de curarla y devolví todo a su sitio. Al
volver a la cama me dijiste que tenía sangre en el labio.
(…)
Sí, por favor, tráigame otro café… ¿Quieres tú otro…? Ah, tienes prisa… Siempre te
había gustado esta cafetería para dejar pasar el tiempo… Claro, comprendo, el tiempo… No,
deja, no hace falta que me devuelvas estas fotos… Sí, no me extraña, cuando yo me mudé
también encontré un montón de cosas que creía perdidas… Déjame solo esta foto de la
gaviota, puede que le haga ilusión a Marina… Se la daré luego, vienen a verme con los niños
esta tarde. Está hecha una madraza ya, Marina… Igual ella también se acuerda de aquella
gaviota y de aquella casa en Zarautz… Igual se sigue alquilando la casa para este verano…
Sería cuestión de preguntar, para ir con niños es perfecta… No, yo me voy a Cádiz, como
siempre. ¿Tú…? Ah, claro… Sí, dale un saludo de mi parte a Alfredo… Deja, yo te invito… otro
día me invitas tú… cuando vuelvas en Navidades… o antes, total Francia está ahí mismo…

Nº 60 SALDA DAGO

Mi bar, el bar Paco. Era nuestro bar, el de mis padres, mis hermanos y yo. Si, el que estaba subiendo la cuesta del camino de Larraskitu, parada obligada para todo montañero y familia que fuera al monte Pagasarri allá por los años sesenta y setenta.

– ¡Inaaa! – que así llamaba mi padre a mi madre – ¿Por qué no hacemos caldo calentito? ¡Se venderá bien! ¡La gente viene con frío!

– ¡Vamos al bar del caldo! –decían los montañeros-

Allí se inventó el caldo de Pollo-Pollo del bar Paco, que era mi padre. Y creo que no me equivocaría mucho si dijera que en ese momento nació también el “Salda Dago” que hoy vemos en tantos y tantos bares de nuestra ciudad.

– ¡Paco! ¡Ponnos dos caldos! ¡Oye! ¿Te queda txacolí del vuestro?
– ¡Que va, han venido los de Basauri a por él y se han llevado las últimas botellas!

Pues es verdad que mis padres no inventaron el txacolí, aunque su fama bajara y subiera mas de una cuesta en Bilbao y llegara incluso hasta Basauri…¡Madre mia! Para una niña como yo debía estar… ¡seguro que pasando Artxanda! Que eran los montes que veía al otro extremo de Bilbao, desde la ventana de la casa de tia Emilia que estaba al lado de nuestro bar.

– ¡Mira nena! – decía ella – ¡Aquellos montes son Artxanda y aquel otro es el monte Serantes! Y todo esto me contaba mientras veíamos el funicular pequeñito, muy pequeñito.

– ¡Madre! ¡Cuando se pone negro por el Serantes –continuaba diciéndome-, eso es que va a llover mucho! Entonces yo reflexionaba… ¡Pues Basauri todavía estará más allá!

Como mi madre siempre estaba cocinando, yo creía que el txacolí también se cocía. Mi padre recogía la uva de la parra que había a la entrada del bar, los hijos la pisábamos –¡era muy divertido!- y luego se dejaba reposar en un barril que nos proporcionaba el vinatero en nuestra pequeña bodega. ¡Claro! Pasado un tiempo, yo veía por la boca del barril cómo aquel caldo hacía plof-plof como si estuviera hirviendo. ¿Lo estaría cocinando también mi madre como hacía con las otras comidas?

Vitori, preparaba aparte de unas cazuelitas de callos especialidad de la Casa, unas pechugas y muslos de pollo riquísimos. ¡Cuantas veces he oído decir a sus clientes sobre aquellas pechugas: ¿Pero esto qué es carne o pescado? Y ella solía decir ¡Ah! ¡Secreto de la cocinera! Ese secreto se desvelaba para mí en nuestra diminuta cocina.

– ¡Hija, vete quitando las pechugas a estos pollos!

Luego, ella las hacía filetes muy, muy finos para que cundieran más. Esos pollos despechugados iban a la cazuela donde le estaban esperando las verduras para hacerse el caldo y cuando habían dado todo su sabor, apartaba los muslos dorándolos en la sartén y así los muslos estaban muy jugosos por haberse cocido con las verduras y mi madre comentaba: ¡Así es la economía del hogar!

Esa economía era la que hacia que unos padres jóvenes trabajaran mucho en su negocio y tres niños colaboraran en algo que formaba parte de sus vidas. Por eso el bar era mi bar, mi casa, donde ayudé y viví mientras crecía. Por eso sus recuerdos, sus anécdotas están escritas en el libro de mi vida, de donde he sacado esta carta y mil más si lo abriera mas a menudo.

-¡Bueno, bueno, anda, date prisa que vienen tus hijas de clase y todavía no tienes preparada la mesa¡ ¡Corre, dale la vuelta a las patatas que se te van a quemar!. ¿Ya tienes calientes las lentejas?
– Todo a punto…¿verdad ama? como cuando estábamos allí, en tu bar, en mi bar.

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